Encantus. Alas de hielo (libro 5)

Capítulo 31: Llegada

Capítulo 31:

Llegada

 

Kevin

 

—¿En qué pensaban? Es peligroso que estén aquí. Niños inconscientes, es lo que son —gruñe la abuela observando hacia el exterior por la ventana. Cada vez que se agita el aire se acomoda el cuello de su suéter y estira un poco más las mangas—. Esas criaturas están por todas partes. Buscan a los herederos. A ustedes.

El pilar fue tomado por la hermandad. Las personas encerradas en sus hogares, mientras que hadas malvadas, recorren sus calles, asesinando a cualquiera que posea una pequeña pizca de sensibilidad a la magia. Hada o humano, no importa, ya no hay distinción entre uno u otro.

—Nos preocupamos por ti y el señor George —comenta Gerald—. No seas tan mal agradecida.

—¿Quién crees que tiene más riesgos de morir ante esta situación? —replica la abuela en un tono muy alto, que temo la hayan escuchado en la calle.

Vinimos por eso y también para conocer el terreno, Agadria ha hecho de la iglesia su fuerte, por lo que la plaza y sus alrededores están muy bien custodiados. Si queremos llegar a ella hay que acabar primero con sus guardias y son mucho más que nosotros.

—Basta. Es suficiente —ambos se giran a mirarme. Apenas y se pueden asomar juntos por la ventana. Si no me equivoco somos los únicos que estamos escudriñando el exterior a la espera de qué… Ya sabemos lo que hay en las calles. El resto de las personas se mantienen tan escondidas en sus hogares que parece que las casas fueron abandonadas hace mucho—. Todos estamos en riesgo de morir, abuela. Que no tengas tus alas no te excluye del peligro.

Chasquea la lengua y regresa su atención a espiar. Se abraza a sí misma, a pesar de que se ha forrado en tela para soportar el frío. La helada ha cubierto cada centímetro de tierra de la localidad, sus bosques y montañas. Expandiéndose hacia otros pueblos cercanos. En las noticias se muestra la preocupación de un cambio de clima tan extremo y al que todavía no le tienen explicación.

—¡Esta maldita helada! Ya no sé qué es peor, la hermandad o el invierno —se queja la abuela.

Me recuesto sobre la cama. El interior de la casa apenas y se mantiene en calor, y la helada no es tan fuerte. Si las temperaturas sufren una caída, nadie está preparado para tanto frío. Ahora me siento peor, todo es mi culpa y estoy muy lejos de solucionarlo.

—Lo siento, cariño. No quise decir eso.

—No te disculpes, abuela. Es mi culpa, en parte lo es.

—No. Claro que no. Alguien más está interviniendo. ¿Cierto, Gerald?

—Ya se lo expliqué. Él sigue enfrascado en lo mismo.

Pues soy el rey de una corte que no puedo controlar, obvio tengo una gran responsabilidad en lo que sucede, endulzarlo no hará ninguna diferencia.

Desde que Gerald curo mis manos, mi conexión con la corte de invierno se intensificó. Siento el tirón de una cuerda en dos sentidos contrarios, yo de un lado y esa otra hada, del otro. Sin embargo, invierno no está respondiendo ante mis deseos, lo que significa que he perdido el control, por completo. La helada se mantendrá, haga lo que haga, seguirá allí, y empeorará. El balance natural va en picada.

—Va a empeorar. Vale. Estoy preocupado.

—Un momento —siento el colchón hundirse un poco. La abuela se ha sentado y palmea la pierna—. No se supone que usurparon el trono, jovencito.

—Así es —confirma Gerald, con un tono de duda, cruza los brazos.

—Invierno sigue fuera de mi alcance. Sin embargo, el príncipe oscuro restauró una vía de conexión que me permite acceder sin doblegarlo.

—Eso no es posible —reprocha él.

Intuí que esa sería su reacción. Sus habilidades de sanador son un misterio, creí que solo sanaba heridas físicas, pero algo más sucedió. Desde que la helada se desató hubo un quiebre, una ruptura dentro de mí. La magia seguía allí, solo que era un hada de invierno más del montón.

—Ni tú conoces tus alcances, así que no te niegues a la posibilidad —me siento, cruzo las piernas.

La abuela se queda mirando al hada oscura, parece que lo atravesara con su mirada, buscando lo que ni siquiera él ha descubierto de sí mismo.

—Entonces, ¿restauras la magia, Gerald? —él niega, confundido—. Exactamente, como es tu don de sanación.

—No lo sé —él se sujeta la cabeza con ambas manos.

—Abuela, no lo presiones. Ya Caleb le metió en la cabeza que debe practicar a pesar del dolor, a penas lo está canalizando.

Ella abandona la cama para ir a rodar la única silla de la habitación hasta quedar frente a la cama, luego lo agarra del brazo y lo hace que se siente allí.

—¿Cómo funciona para ti sanar? Al tocar una herida, qué sucede, Gerald —el tono de la abuela es firme e insistente.

Él se reclina contra el respaldo de la silla, se masajea la sien antes de dar una respuesta.

—La herida pasa a mí, y puedo sentirla.

—Interesante.

—Yo diría más bien abrumador.




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