Encerrada

Capítulo 8

Ella levantó la mirada y lo vio a los ojos por primera vez. Sus ojos azules hacían juego con el lugar, pero mostraban un rastro de calidez que en ese momento le venía bien. Quiso agradecerle, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Finalmente, solo murmuró:

—Quiero que todo sea sencillo… algo que a ella le hubiese gustado.

El hombre asintió en muestra de entender su pedido y apartó el catálogo de arreglos ostentosos.

—Vamos a enfocarnos en algo discreto y significativo.

Ella respiró hondo, intentando encontrar algo de fortaleza en esas palabras. Sin embargo, cuando el hombre se levantó un momento para buscar otro documento, su mirada cayó sobre el expediente. Entre las hojas, vio una foto pequeña que no había notado antes, la última foto de su madre tomada en vida, para los registros de la funeraria.

El aire se le fue del cuerpo de golpe, como si alguien le hubiese arrancado todo el oxígeno. El dolor, hasta ahora contenido como una ola distante, la golpeó con fuerza. Sus hombros comenzaron a temblar, y las lágrimas volvieron a fluir sobre sus mejillas. Algunas gotas de sodio cayeron sobre su boca levemente abierta; las gotas bailaban en su labio inferior, que temblaba con desespero.

No hubo sollozos, solo un llanto silencioso que le empañó la visión y la hizo cubrirse el rostro con las manos.

Sus hombros se encorvaron hacia delante, intentando abrigarla. El hombre, al regresar, la encontró así, y aunque su reacción fue inmediata, ella no podía dejar de llorar. Se descubrió su rostro y vio el brazo de este extendido hacia ella, ofreciéndole un pañuelo. Ella lo tomó con sus manos aún temblorosas y se secó las lágrimas tratando de calmarse. Por fin algo dentro de ella se rompió por completo.

El hombre esperó en silencio, dejando que el momento siguiera su curso. Él, con una discreción casi ensayada, se sentó frente a ella, evitando cualquier gesto que pudiera hacerla sentir más expuesta.

—Lamento mucho su pérdida —dijo con suavidad, rompiendo el silencio sin forzarlo—. Si lo prefiere, podemos dejarlo para más tarde.

Ella negó con la cabeza, secándose las lágrimas que aún brotaban de sus ojos enrojecidos con el pañuelo. Había algo casi obstinado en su respuesta, un impulso de seguir adelante, aunque fuera a tropezones.

—No, quiero terminarlo ahora… No quiero ni debería dejarlo pendiente.

El hombre asintió y retomó su postura profesional, revisando algunos papeles en silencio antes de continuar. Ella, mientras tanto, luchaba por concentrarse, obligándose a escuchar y responder.

Sentía, sobre todo lo demás, que había algo extraño en esta situación: una mezcla de urgencia y vacío. Como si cerrar esos “detalles” pudiera, de alguna manera, poner fin a su sufrimiento, aunque sabía que no sería así.

Después de firmar algunos documentos y confirmar los últimos arreglos, el hombre cerró su expediente y lo apartó.

—El servicio estará listo apenas la policía nos dé autorización. Si necesita algo más antes de que eso ocurra, no dude en llamarme —dijo, ofreciéndole una tarjeta.

Ella la tomó sin mirarla y murmuró un agradecimiento antes de levantarse. Había algo automático en sus movimientos, como si su cuerpo se moviera sin la intervención de su mente. Al salir de la oficina, el aire frío del pasillo la golpeó de nuevo, devolviéndola a la realidad.

De camino a la salida, su mirada se cruzó con la de otra persona en la sala de espera, un hombre mayor que sostenía un sombrero en las manos.

Sus ojos, hundidos y vidriosos, eran un reflejo de algo que ella reconoció al instante, un dolor profundo y sin consuelo, esa clase de tristeza que no necesita explicación. En ellos había una soledad que resonaba con la suya, y por un instante se sintió menos sola en su pena.

Él la miró, no con curiosidad ni con incomodidad, sino con una comprensión que iba más allá de las palabras. Era como si ambos se hubieran encontrado en el mismo naufragio, dos extraños flotando a la deriva en un océano de pérdida.

El sombrero se detuvo en sus manos, y él asintió levemente, un gesto tan pequeño que podría haber pasado desapercibido, pero que para ella significó todo. Era un reconocimiento, un "te veo" cargado de humanidad, una manera de decir "sé lo que estás sintiendo" sin necesidad de hablar.

Ella se quedó quieta por un momento, sosteniéndole la mirada, y algo dentro de ella se ablandó. No era consuelo, no todavía, pero sí una grieta en la coraza de su dolor, una sensación de que, incluso en el vacío, no estaba completamente aislada.

Quiso decir algo, cualquier cosa, pero las palabras murieron antes de llegar a sus labios. Y, sin embargo, parecía que no hacía falta. Él desvió la mirada lentamente, volviendo a su sombrero, mientras ella retomaba su camino hacia la salida. Cuando cruzó la puerta, sintió que llevaba consigo un pedazo de aquel encuentro. No era alivio, pero sí una certeza: el dolor era suyo, pero no era único. Había otros como ella, viviendo sus propias despedidas silenciosas, y en esa pequeña conexión encontró una chispa de fuerza para seguir adelante.



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Editado: 10.12.2024

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