El tenue aroma a desinfectante se había convertido en su perfume personal, una fragancia que, lejos de repelerla, la anclaba a la realidad que había elegido. Entre los pasillos impolutos del hospital canario, Ariadna no solo residía, sino que florecía. Cada expediente, cada diagnóstico, cada oportunidad de sumergirse en la complejidad del cerebro humano era un paso más hacia su anhelada especialización en neurología. Sus cuadernos estaban repletos de esquemas neuronales y teorías complejas, no de nombres de chicos o de citas planeadas. El amor, en su diccionario, era una distracción, una ecuación de variables incontrolables que simplemente no encajaba en su meticulosa hoja de ruta. Había blindado su corazón con la misma determinación con la que estudiaba la corteza cerebral, convencida de que las emociones eran un lujo que no podía permitirse.
Mientras tanto, a miles de kilómetros, el sol mediterráneo lamía la piel bronceada de Hugo. Heredero de un imperio hotelero que se extendía por toda España, su vida era una sucesión de sonrisas fáciles y promesas efímeras. No había corazón que se le resistiera, ni noche que no terminara en un nuevo número de teléfono guardado en su móvil. Su encanto era una moneda de cambio, su despreocupación, una forma de vida. Los compromisos eran para otros, las ataduras, una palabra que no existía en su vocabulario. Navegaba por la vida con la ligereza de una pluma, dejando a su paso un rastro de corazones rotos y risas contagiosas. ¿El futuro? Una anécdota, algo que ya se vería, porque el presente, para él, era una fiesta interminable.
Dos mundos, dos destinos. Uno forjado en la búsqueda incansable del conocimiento, el otro, en el efímero placer de la conquista. ¿Qué fuerza inesperada podría entrelazar los hilos de sus existencias, rompiendo esquemas y desafiando todo pronóstico?
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Editado: 06.06.2025