Encuentro Inesperado

Capitulo 1

Ariadna

El reloj marcaba la una y media de la madrugada, pero para mí, el tiempo era un concepto elástico, especialmente cuando la adrenalina del trabajo me invadía. Santiago se revolvía a mi lado, su respiración tranquila un contrapunto a mi mente que ya galopaba hacia las sinapsis neuronales. Hacía apenas unos minutos, la cama había sido el escenario de otra de nuestras rutinas sin compromiso, una forma de liberar tensión sin ataduras emocionales. Él era un buen tipo, un compañero excelente y, en ocasiones, un alivio para la soledad del hospital. Pero no era más que eso.

Me zafé con cuidado de entre sus brazos, el aire fresco de la habitación acariciando mi piel. No encendí la luz para no despertarlo, pero la claridad de la luna que se colaba por la ventana era suficiente para guiarme hasta mi escritorio. Allí, esperándome, estaban mis verdaderos amantes: libros de texto, artículos científicos y una pila de notas desordenadas que contenían la esencia de mi investigación. "El Congreso de Neurología Infantil" en Madrid era mi Everest, mi oportunidad de mostrar el trabajo de meses sobre los niños con síndrome de Down. Mañana mismo volaría, y cada minuto que pasara despierta era una inversión en mi futuro.

Sentí el colchón hundirse ligeramente y supe que Santiago se había despertado. Un suspiro de resignación escapó de sus labios.

— Ariadna —, murmuró, su voz somnolienta. — Ven aquí.

Fingí no haberlo oído, mis ojos fijos en la pantalla de mi portátil, donde el esqueleto de mi presentación me esperaba. Quería que fuera perfecta, quería que mi voz resonara con autoridad y pasión en esa sala llena de expertos.

— ¿No puedes dejarlo por un rato? —, insistió, y esta vez su voz sonaba un poco más cerca. Podía imaginar su mano extendiéndose, buscando la mía. — Estamos de vacaciones, ¿no? Al menos por unas horas.

— Tengo que repasar esto, San —, dije, mi voz tan plana como pude hacerla. — Es importante.

Se incorporó, y pude sentir su mirada fija en mi espalda. — Siempre es importante —, dijo, con un dejo de tristeza.— Nunca hay un momento en que no sea importante.

Sabía a dónde quería llegar, y no quería ir allí. No ahora, ni nunca. El hospital era nuestro terreno común, el lugar donde nuestras vidas se cruzaban sin complicación. Un paso más allá, y todo se volvería difuso, incómodo.

— Necesito estar sola para concentrarme —, solté, la frase sonando más cortante de lo que pretendía. O quizás no. Quizás era exactamente lo que pretendía.

Hubo un silencio tenso. Pude sentir su frustración, su anhelo, y me sentí un poco culpable. Pero mi meta era más grande que cualquier posible pesar.

— De acuerdo —, dijo finalmente, la palabra impregnada de una resignación que me heló el corazón. — Me iré —.

Lo oí levantarse y vestirse en la oscuridad. El sonido de su cremallera, el roce de su camiseta. Antes de que abriera la puerta, preguntó: — ¿Tienes planes para cuando vuelvas? ¿Podemos vernos?.

Sin apartar la vista de la pantalla, respondí: — Nos veremos en el hospital, como siempre—. Era la única verdad que podía ofrecerle. La única que deseaba.

El suave pitido de la alarma me sacó de un sueño fugaz. Apenas unas horas. Pero el cerebro, con su increíble capacidad de recuperación, ya estaba listo para el combate. Repasé mentalmente los puntos clave de mi presentación mientras me duchaba, sintiendo el agua caliente aliviar la tensión de mi cuello. Abajo, el desayuno fue rápido y funcional: café negro y una tostada. Mi maleta, preparada con meticulosa anticipación la noche anterior, esperaba en la puerta.

El claxon familiar de un coche me anunció la llegada de Clara. Mi mejor amiga, mi roca, siempre puntual. Entró en casa con una sonrisa que me contagió un poco de su habitual optimismo.

— ¡Neuro-genio al rescate! —, exclamó, abrazándome con fuerza.— Lista para deslumbrar a Madrid, ¿eh?.

En el camino al aeropuerto, Clara no paró de darme ánimos, revisando conmigo algunos de los gráficos que había preparado y sugiriendo pequeñas mejoras en la dicción. Sus palabras eran un bálsamo para mis nervios. Nos despedimos en la puerta de embarque con la promesa de vernos en cuanto regresara. Mientras el avión despegaba, observé las nubes que se extendían bajo nosotros, sintiendo una mezcla de emoción y la habitual descarga de adrenalina que precedía a un nuevo desafío.

Madrid me recibió con un cielo plomizo y una tormenta que amenazaba con arrastrarlo todo. Las gotas golpeaban con furia los cristales del aeropuerto, y la búsqueda de un taxi se convirtió en una misión imposible. Cuando por fin vi uno libre, me abalancé sobre él, abriendo la puerta trasera y lanzándome al interior.

— ¡Ocupado! —, exclamé, a la vez que sentía un peso en el asiento de al lado. Al girarme, mis ojos se encontraron con los de un hombre apuesto, con una sonrisa ladeada y el pelo empapado. Él también acababa de entrar por la otra puerta, y su maleta ya ocupaba parte del espacio.

— ¡Oiga! —, protesté, sintiendo la frustración burbujear en mi pecho. — Yo llegué primero. Estaba abriendo la puerta cuando usted se metió —.

El hombre, con un brillo divertido en los ojos, se encogió de hombros. — Normalmente soy un caballero, créame —, dijo, su voz profunda y con un ligero acento que no supe identificar. — Pero esto es un diluvio y voy muy, muy tarde —. Su mirada recorrió mi atuendo, mojado por las pocas gotas que se habían colado al entrar, y luego se detuvo en mis ojos, que seguramente echaban chispas.

— Pues yo también voy tarde—, repliqué, cruzándome de brazos. La tormenta no ayudaba en absoluto a mi ya tensa disposición.

Él suspiró, pero la sonrisa no se le borraba de la cara. — Mire, señorita, no vamos a arreglar el mundo aquí. ¿Qué tal si lo compartimos? Es un diluvio. Ni usted ni yo vamos a conseguir otro taxi en un buen rato.

Lo miré, sopesando mis opciones. Tenía razón. La lluvia era torrencial y el aeropuerto era un caos. Mis ganas de llegar al hotel y repasar una vez más mi presentación superaban con creces mi aversión a compartir espacio con un desconocido, por muy atractivo que fuera.




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