La recepcionista se alejó, y Hugo volvió a mirarme, sus ojos azules brillando con una curiosidad que me descolocaba.
— Así que... el congreso, ¿verdad?— , preguntó, con esa voz suave y melódica. — Suponía que estaría por eso. Me gustaría saber más sobre tu investigación. ¿Tendrías un momento para reunirte antes de tu presentación? Estoy bastante interesado en el tema.
Mi mente ya estaba haciendo malabares con mi apretada agenda. La idea de una distracción, por muy atractiva que fuera, no encajaba en mi plan.
— Veré si tengo disponibilidad—, respondí con evasivas, mi mano ya en el pomo de la puerta del ascensor.
Él sonrió, un gesto que me hizo sentir que sabía exactamente lo que estaba pensando. — El número del que te llamé es mi personal—, dijo. — Puedes escribirme si decides que quieres hablar de ello. Me gustaría mucho.
Asentí, casi maquinalmente, antes de escapar hacia la seguridad de mi habitación.
Una vez allí, me lancé a repasar mi discurso, pero las palabras de Hugo resonaban en mi cabeza. La forma en que había hablado de la patología, con un conocimiento que me sorprendió, me hizo dudar. ¿Y si su "interés" era algo más que mera curiosidad? ¿Y si realmente tenía algo valioso que aportar, un punto de vista fresco o una pregunta que no había considerado? A pesar de mi resistencia a cualquier distracción, una parte de mí, la parte científica y hambrienta de conocimiento, se sentía intrigada. Tenía algunas inseguridades sobre un par de puntos en mi presentación, pequeñas dudas que no había logrado despejar.
Quizás escuchar a alguien ajeno al ámbito médico, pero con aparente interés en el tema, podría ser beneficioso. Al fin y al cabo, ¿Qué podía perder? Pensé en las horas que había invertido en esa investigación, en el sueño que había sacrificado. Mi presentación era mi bebé, y cualquier cosa que la hiciera más fuerte era bienvenida.
Con una mezcla de curiosidad y una pizca de resignación, tomé mi teléfono. — Hola, Hugo. Soy Ariadna. Me gustaría aceptar tu invitación. ¿Qué tal si nos encontramos en el restaurante del hotel?— Envié el mensaje, sintiendo una extraña mezcla de anticipación y la certeza de que estaba a punto de romper una de mis propias reglas.
Hugo ya estaba sentado en una mesa cercana a la terraza del restaurante cuando llegué. Me saludó con esa sonrisa fácil y desarmante.— Gracias por venir, Ariadna— , dijo, invitándome a tomar asiento, una vez sentada hable.
— ¿Cómo sabes tanto sobre mi investigación?—, fui directa, la curiosidad superando cualquier formalidad.
Él se recostó en la silla, una expresión que combinaba nostalgia y un toque de burla en su rostro.
— Mi padre es neurólogo—, explicó, y la revelación me sorprendió. — Crecí escuchando sobre el tema. De hecho, me obligó a estudiar medicina cuando era más joven—. Hizo una pausa, y su sonrisa se volvió un poco más melancolica. — No terminé la carrera, por supuesto. Mi abuelo materno falleció y tuve que hacerme cargo de la cadena de hoteles. El destino, supongo.
Esa confesión lo cambió todo. No era un mero aficionado, sino alguien con una base sólida, alguien que había estado en ese camino antes de que la vida lo desviara. La conversación fluyó con una facilidad inesperada. Nos centramos en mi investigación, el enfoque neurogénico que le había dado al déficit psicomotor en niños con síndrome de Down. Él escuchaba con atención, asintiendo a veces, otras veces frunciendo el ceño en señal de concentración.
Después de un rato, se atrevió a una pregunta que me pilló desprevenida.— Disculpa mi atrevimiento, pero, ¿por qué decidiste darle ese enfoque a tu investigación y no orientarla hacia un punto más sociológico? Es decir, el impacto emocional en la vida de esos niños y sus familias es inmenso.
Lo pensé por un momento. — ¿Las emociones y los comportamientos?— , respondí, mi voz reflejando mi convicción. — Se me da mejor estudiar la estructura del cerebro, sus complejas funciones y cómo las neuronas interactúan. Las emociones y los comportamientos son... variables demasiado inestables para mi gusto. Prefiero la precisión científica.
La tarde pasó volando entre diagramas mentales, discusiones sobre neurotransmisores y posibles correlaciones que no había considerado. Sus preguntas eran incisivas, sus observaciones, sorprendentemente pertinentes. Cuando el sol comenzó a ponerse, tiñendo el cielo de naranja, me di cuenta de lo mucho que habíamos conversado.
— Gracias, Hugo—, le dije, sintiendo una genuina gratitud. — Tus aportes han sido muy valiosos. Me has dado mucho en qué pensar.
Él me dedicó una sonrisa cálida. — El placer fue mío, Ariadna. Mucha suerte con tu presentación.
Nos despedimos. Mientras regresaba a mi habitación, la conversación seguía resonando en mi cabeza. Hugo, el mujeriego despreocupado, el heredero de hoteles, había demostrado ser algo más que una cara bonita. Era un hombre con una mente aguda, una que había logrado, de alguna manera, penetrar mi escudo autoimpuesto. Y eso, para mí, era un descubrimiento tan fascinante como cualquier sinapsis neuronal.
La mañana del congreso amaneció con un sol radiante, un contraste bienvenido después de la tormenta del día anterior. Me vestí con esmero, eligiendo un atuendo que combinaba elegancia y comodidad: un pantalón de tela negro impecable, una blusa de seda color crema y un saco similar al pantalón, acompañado de unos stilettos no muy altos. Quería proyectar profesionalidad, pero sin sacrificar mi propia esencia.
Al bajar al lobby del hotel, un rostro familiar captó mi atención. Era el Doctor Sergio Aguilar-Priego, mi mentor, el hombre que había encendido mi pasión por la neurología en la facultad de medicina. Hacía tiempo que no lo veía, y la emoción me embargó.
— ¡Ariadna!—, exclamó, una sonrisa amplia iluminando su rostro. Me saludó con un abrazo cálido y sincero. — No sabes la alegría que me dio enterarme de que serías oradora en esta jornada. ¡Estoy tan orgulloso de ti! Siempre supe que llegarías lejos.
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Editado: 25.06.2025