Encuentro Inesperado

Capitulo 3

Llegamos a su acogedora casa, y el doctor me presentó a su esposa, Amina, una mujer encantadora con una sonrisa cálida.

— Estamos esperando a mi hijo—, comentó el doctor, bromeando. — Su fuerte no es precisamente la puntualidad—. Reí, el ambiente relajado era un bienvenido cambio después de la intensidad del congreso.

Justo en ese momento, escuchamos la puerta abrirse. El Doctor Aguilar-Priego fue rápidamente a recibir a su hijo. — ¡Hugo!—, exclamó, con una mezcla de alegría y regaño cariñoso. Mi corazón dio un vuelco. ¿Hugo? ¿El mismo Hugo? Una punzada de asombro me recorrió. — Quiero presentarte a mi pupila—, continuó mi mentor, ajeno a mi creciente sorpresa.

Antes de que pudiera decir una palabra más, Amina, su esposa, se acercó a saludar a su hijo. Y justo detrás de ella, apareció él. Hugo. Sus ojos se abrieron de par en par al verme, la misma sorpresa reflejada en su rostro que en el mío.

El Doctor Aguilar-Priego, sin darse cuenta de la increíble coincidencia, procedió a presentarnos formalmente: — Hugo, ella es Ariadna, mi brillante pupila. Ariadna, él es mi hijo, Hugo.

Amina, con su calidez habitual, interrumpió la tensión del momento. —Pasen al comedor, por favor. La comida ya está servida—. La situación era surrealista. El hombre del taxi, el heredero de hoteles, el lector de mis pensamientos más íntimos, ahora era el hijo de mi mentor. La cena prometía ser... interesante.

La cena transcurrió entre risas y anécdotas familiares. El doctor, con esa calidez que lo caracterizaba, le explicó a su esposa que me había conocido en mi época de estudiante, antes de que él regresara a Madrid. En un momento, preguntó por mis amigos, Clara, Alonso y Santiago, y le respondí que estaban bien y que seguíamos siendo muy unidos. Hugo, a mi lado, parecía divertido con la situación, aunque se mantuvo relativamente en silencio durante la conversación familiar.

Al finalizar la cena, pasamos a la sala. La señora Amina fue a la cocina por el postre, y el doctor se levantó para ayudarla, dejándonos a solas. Hugo volteó a mirarme, una risa silenciosa dibujándose en sus labios. La coincidencia era, sin duda, hilarante.

— Me sorprendió mucho que fueras el hijo de Sergio—, le dije, sintiendo una punzada de algo parecido a la incomodidad, aunque también una extraña familiaridad.

Él se encogió de hombros, con esa despreocupación tan suya. — Tampoco me imaginaba que fueras la estudiante de la que mi padre tanto ha hablado. ¿Qué tal tu presentación? ¿Salió todo bien?.

— Perfecta—, respondí, sintiendo un leve rubor de orgullo. — Estaba demasiado nerviosa, pero gracias al cielo todo salió bien.

— Lo sabía—, dijo, su mirada fija en la mía. — Sabía que lo harías. Eres realmente brillante, Ariadna—. Su halago, inesperado y sincero, me desarmó un poco.

Conversamos amenamente el resto de la noche. Hablamos de su carrera frustrada en medicina, de mis sueños de neurología, de cómo el destino a veces juega sus propias cartas. Había una ligereza en nuestra conversación que me sorprendió, una facilidad para el diálogo que no esperaba de alguien tan opuesto a mí en apariencia.

Cuando la noche comenzó a avanzar, se ofreció a llevarme de vuelta al hotel. En el camino, la conversación fluyó sin esfuerzo. El ambiente en el coche era diferente al del taxi, más íntimo, menos apresurado. Justo antes de llegar, Hugo me miró con esa sonrisa que ya empezaba a resultarme familiar.

— ¿Te gustaría salir mañana?—, preguntó, su voz baja. — Me gustaría seguir conversando contigo. Conocer más de ti.

Mi primera reacción fue negarme. No podía permitirme involucrarme de ninguna manera con él. Era un mujeriego, un heredero, todo lo que mi plan de vida rechazaba. Pero antes de que pudiera formular una excusa creíble, la insistencia en sus ojos me detuvo. Había algo en su mirada, una curiosidad genuina que iba más allá de la superficialidad.

— Está bien—, dije, la palabra escapándose de mis labios antes de poder reconsiderarlo. Una parte de mí, la parte lógica, ya lamentaba la decisión. Pero otra, una parte que apenas comenzaba a despertar, sentía una extraña punzada de anticipación.

Una vez en mi habitación, tomé mi celular para llamar a Clara. Necesitaba desahogarme, contarle cada detalle del congreso, la emoción de la presentación, la calidez del reencuentro con el Doctor Aguilar-Priego. Le narré todo, omitiendo, claro está, la presencia de Hugo y la extraña trama que se había tejido a su alrededor. No me parecía relevante.

Mientras hablaba con ella, la curiosidad me picó. Era más fuerte que yo. ¿Quién era realmente Hugo? Con un disimulo casi imperceptible, abrí el navegador y escribí su nombre en la barra de búsqueda. Lo primero que saltó a la vista, en letras grandes y fotografías a todo color, fue su vida pública: Hugo Aguilar-Priego Borbón, heredero del Grupo Borbón, conocido por su vida de mujeriego y libertino. Imágenes de fiestas, y mujeres colgando de su brazo, inundaron la pantalla. Un escalofrío recorrió mi espalda. Justo lo que me había prometido evitar.

Al día siguiente, me sumergí por completo en la jornada del congreso. Asistí a cada ponencia, absorbí cada nueva investigación, cada avance en el campo de la neurología infantil. Era mi refugio, el lugar donde me sentía segura y en control. Bloqueé cualquier pensamiento sobre la cena de anoche y la invitación a salir.

Ya por la noche, me preparé para mi "salida" con Hugo. Elegí un atuendo sencillo, casi aséptico, que no diera lugar a interpretaciones erróneas. Mientras me miraba al espejo, me repetí una y otra vez la misma frase, como un mantra: no me involucraría con él más allá de una simple amistad. Era un compromiso conmigo misma, una línea clara que no estaba dispuesta a cruzar. A pesar de la curiosidad que me había llevado a aceptar, mi cerebro ya estaba programado para la distancia.

El mensaje de Hugo llegó a mi celular: me esperaba en la entrada del hotel. Bajé, sintiendo la familiar mezcla de curiosidad y cautela. Subí a su coche y él me saludó con una sonrisa antes de arrancar.




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