Como era costumbre, llegué temprano al hospital. El aire fresco de la mañana, que se colaba por las rendijas, se mezclaba con el omnipresente olor a desinfectante. Entré al cuarto de cambios, me dirigí a mi casillero y saqué mi uniforme perfectamente doblado, sintiendo la familiar textura de la tela entre mis dedos. Justo cuando comenzaba a ponérmelo, Clara entró, su sonrisa iluminando la habitación. Nos saludamos con un gesto de cabeza y ella procedió a cambiarse también.
Poco después, apareció Alonso, con su habitual energía. Los tres conversamos sobre nuestras actividades para el día, los turnos y las posibles urgencias, mientras nos preparábamos para la jornada. Mis movimientos eran metódicos, mi mente ya enfocada en las tareas que me esperaban.
Cuando ya estaba lista, la puerta se abrió de nuevo y entró Santiago. Después de saludar a Clara y Alonso, se acercó a mí, con una expresión de preocupación en su rostro.
— Ariadna, volviste, ¿por qué no has contestado mis mensajes?—, preguntó, su voz baja.
Sentí una punzada de incomodidad.
— He estado muy ocupada en Madrid, Santiago —, respondí con evasivas, mi mirada ya en la puerta. Sabía que no era la respuesta que quería, pero en ese momento, era lo único que podía ofrecer. Sin darle tiempo a una réplica, me escabullí del cuarto de cambios.
Me dirigí directamente a mi puesto en el triaje, la primera línea de defensa del hospital. Allí, el ritmo era constante, los pacientes llegando con sus dolencias y sus esperas. Me sumergí en mi trabajo, en la precisión de los diagnósticos y la urgencia de cada caso, dejando atrás la conversación pendiente y la presencia de Santiago. El hospital, una vez más, era mi refugio.
Hugo
Sentado en mi cuarto de hotel, la pantalla de mi portátil proyectaba el rostro de Gael, mi asesor y mejor amigo, con quien estaba en videollamada. Hablábamos de nuestro nuevo proyecto, un hotel que estaba a punto de culminar su construcción.
— No olvides que debemos visitar esa obra, Hugo—, me recordó, con su habitual tono pragmático. — Tenemos que coordinar el acondicionamiento, la decoración, la selección de personal... y, por supuesto, encontrar al chef perfecto. Todo eso requiere nuestra supervisión en persona, se que normalmente lo hago solo, pero creo que esta vez te interesara mas participar.— dijo con picardía.
Asentí, tomando una nota mental. "Claro, ¿y a que se debería eso?.— le respondí con la misma actitud juguetona.— Recuérdame la ubicación exacta de ese nuevo edificio, por favor.
Gael sonrió aun mas, con diversión en sus ojos. — Pues mira por dónde, es en Canarias.
Mi cerebro hizo una conexión instantánea. Canarias. La misma Ariadna. Una sonrisa se dibujó en mis labios. El destino, al parecer, seguía empeñado en tejer sus propias intrigas.
— Partimos la semana que viene,— dijo mi amigo.
Ariadna
Había pasado una semana. Una semana en la que la conversación con Santiago seguía siendo una cuenta pendiente, una verdad que no había logrado articular. Lo había estado evitando, y la verdad es que mi trabajo me lo ponía fácil; una vez inmersa en la vorágine del hospital, nada me sacaba de allí.
Ese día, me encontraba de post-guardia, el cansancio empezando a hacer mella mientras esperaba que dieran las seis de la tarde para que mi turno culminara. Todavía faltaban casi cuatro horas. Estaba en el cuarto de reposo, revisando unas notas, cuando mi teléfono vibró. Una llamada. Era Hugo. Extrañada, contesté. No había sabido de él desde que regresé de Madrid.
— ¿Cómo estás, Ariadna? ¿Cómo te va?—, preguntó, su voz sonando clara y animada a pesar de la distancia.
— Muy bien, Hugo —, respondí, — volviendo a la rutina, ya sabes—. Dejé escapar una pequeña risa. — La verdad, me sorprende saber de ti después de una semana.
— Bueno, pues ahora sabrás de mí más seguido—, contestó él, y mi ceño se frunció.
— ¿A qué te refieres?—, pedí, sin comprender.
— A que nos veremos más seguido—, aclaró con un tono de voz que denotaba una sonrisa. — Voy a Las Palmas de Gran Canaria, tu tierra, a supervisar el desarrollo de mi nuevo hotel—.
Mis ojos se abrieron como platos. — ¡No lo puedo creer!—, exclamé, la sorpresa inundándome.
— ¿Estás en el hospital?—, preguntó.
— Sí, todavía me falta un rato para terminar mi turno—.
— ¡Excelente!—, dijo Hugo, con un entusiasmo que me desconcertó. — Justo estoy abordando mi avión. Apenas llegue, iré a buscarte. Espera mi llamada.
La línea se cortó, dejándome con el teléfono en la mano y la cabeza dando vueltas. ¿Hugo en Canarias? ¿Viniendo directamente al hospital? La rutina que tanto valoraba estaba a punto de ser sacudida de nuevo.
(...)
Desde la llamada de Hugo, una inquietud latía en mí. ¿Cómo me iría con él sin que mis amigos se dieran cuenta? Mi mente, tan experta en planificar cirugías complejas, ahora se enredaba en una estrategia de escape. Pero todo ese pensar fue en vano. A la hora de salida, como si el destino se complotara en mi contra, mis tres amigos, se reunieron conmigo en la entrada del hospital. Mis nervios se dispararon.
En ese preciso instante, mi teléfono vibró. Hugo. Y lo vi. Su coche se estacionaba con fluidez frente a la entrada principal, y él bajó con esa seguridad que le era tan característica. Colgué la llamada apresuradamente, me despedí de mis amigos con un — ¡Nos vemos mañana!— , y salí disparada.
Me abalancé sobre Hugo, que ya sonreía al verme. — ¡Sube, sube!—, le dije, antes de que pudiera decir nada. Me metí en el asiento del copiloto, y él, con una ceja levantada, me siguió al volante.
— ¿Tanta prisa, doctora?—, bromeó, mientras arrancaba el coche. — ¿Huyes de un novio celoso?.
— Peor que eso—, solté, mi voz con un toque de exasperación.
Él me miró, la curiosidad brillando en sus ojos. — Pues me tienes que contar todo.
La noche apenas comenzaba, y ya la promesa de confidencias y un torbellino de emociones se colaba sobre nosotros.
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Editado: 25.06.2025