La semana laboral transcurrió con la habitual vorágine del hospital, una bienvenida vuelta a mi realidad. La normalidad, después de la intensidad del fin de semana, era un bálsamo.
Sin embargo, en un día aparentemente como cualquier otro, la calma se rompió abruptamente.
Estaba revisando expedientes en la sala de residentes cuando la alarma sonó, un código rojo. Un niño, de apenas cinco años, había llegado con un estatus epiléptico. Me lancé hacia la sala de emergencias, la adrenalina corriendo por mis venas. El pequeño, con su pequeño cuerpo convulsionando, era una imagen que se grabó a fuego en mi mente.
Rápidamente, el equipo se activó. Ordené los medicamentos para controlar las convulsiones, calculando las dosis con precisión milimétrica. La prioridad era estabilizarlo, proteger su cerebro del daño neuronal. Mis manos se movían con la familiaridad de años de entrenamiento, cada paso una decisión crítica. Los minutos se estiraron, cada segundo una eternidad mientras luchábamos por detener la tormenta neurológica en su pequeño cuerpo.
Finalmente, y después de lo que pareció una eternidad, las convulsiones cedieron. El pequeño paciente comenzó a respirar con más regularidad, el pálido color de su piel empezando a recuperarse. Un suspiro colectivo de alivio llenó la sala. Habíamos logrado estabilizarlo. El camino hacia la recuperación sería largo, pero habíamos ganado la primera batalla.
La emergencia, aunque agotadora, me recordó por qué hacía lo que hacía. La precisión, la lógica, la capacidad de actuar bajo presión para salvar una vida. Era mi zona de confort, el lugar donde mi mente, tan reacia a las emociones, encontraba su propósito.
Hugo
Me encontraba en Barcelona, el vibrante ritmo de la ciudad envolviendo el hotel. Mi atención estaba completamente centrada en la gala benéfica que se celebraría esa noche. Este evento era de suma importancia para mí, ya que representaba uno de los pocos puntos donde mi trabajo se alineaba con la pasión de mi padre. Recaudaríamos fondos para niños con enfermedades neurológicas, una causa que se llevaba a cabo en convenio con los hospitales más grandes de la región.
Mientras supervisaba los últimos detalles antes de que iniciara el evento, mi teléfono vibró. Era Ariadna. Una sonrisa se dibujó en mi rostro al ver su nombre en la pantalla. Atendí y, de inmediato, comenzó a relatarme su más reciente emergencia: un pequeño paciente con un estatus epiléptico. Escuché con atención, sintiendo la intensidad de su relato y la pasión que ponía en cada palabra. Cuando terminó, su voz se suavizó.
― ¿Y cuentame como va tu viaje?.― preguntó.
―Todo bien por aquí, Ariadna, ultimando detalles para la gala―, respondí, mientras mi mirada recorría el salón ya casi listo.
― Debe ser fascinante, me habría gustado asistir.
― Se que nadie disfrutaría más este evento que tú.
En ese momento, una voz femenina me llamó: ―¡Hugo!―. Era Talia, la presidenta de la fundación, que acababa de llegar.
―Bueno, ya debo seguir trabajando―, dijo Ariadna, su tono comprensivo. ―Te deseo mucho éxito con la gala, hablamos luego.
―Tú también, Ari. Mucho éxito en el resto de tu guardia―, respondí, sinceramente. ―Te mando un abrazo
Colgué el teléfono justo cuando Talia se acercaba, su sonrisa profesional ya en su lugar. Mi mente, sin embargo, se quedó un momento más en la imagen de Ariadna, la doctora apasionada, la que luchaba por la vida de sus pequeños pacientes. La distancia se acortaba con cada conversación, y eso, de alguna manera, lo hacía todo más interesante.
(...)
El ambiente era de expectación mientras esperábamos la llegada de los invitados, entre los cuales se encontraban mis padres y Gael. La sala, impecablemente decorada, prometía una noche exitosa.
Una vez que todos los invitados estuvieron presentes, Talia subió al estrado. Su discurso de bienvenida fue emotivo y poderoso, un recordatorio de la importancia del evento. Habló de las vidas que se habían salvado gracias a las contribuciones pasadas y de todas las que aún esperaban ser rescatadas. La pasión en su voz era palpable, y el mensaje caló hondo entre los asistentes.
Al finalizar su discurso, Talia me llamó para presentarme a algunas personas clave. Entre ellas, el director de la facultad de neurología infantil de uno de los hospitales más importantes de Madrid. Conversamos un rato, y aproveché la oportunidad para mencionarle a Ariadna.
―He tenido la oportunidad de conocer a una mente brillante―, le comenté.― Tengo una amiga, una residente de Las Palmas, ha desarrollado una investigación fascinante sobre los pacientes con síndrome de Down.
La mención captó la atención del director.
― Viniendo del mismísimo hijo de Sergio, debo creer en tus palabras.
― Realmente es asombrosa, sin mencionar que fue alumna de mi padre.
― Pues siendo así, enviame esa investigación, para revisarla.
Sentí una punzada de orgullo por Ariadna al ver el interés que generaba su trabajo.― Con gusto.
Más tarde, mientras conversaba con mis padres y mi mejor amigo, mi padre, con su habitual franqueza, tocó el tema de mi estancia en Canarias y mi cercanía con Ariadna.
― Pa... ― intente pedirle que no hiciera mención sobre su interés en que surgiera una relación entre nosotros.
―Ella sería un gran partido para ti―, reiteró, con ese tono que no admitía réplica.
― Lo mismo le he dicho yo, Sergio.― Opino Gael.
Me limité a responderles lo mismo que había dicho en otras ocasiones:
―Padre, solo somos amigos y no tenemos intenciones de que eso cambie. Y tu,― me dirigí a mi amigo,― deja de darle ideas, que te conozco.
Aunque las palabras salieron con facilidad, una parte de mí no pudo evitar preguntarse si esa afirmación era tan inamovible como la había hecho sonar.
Ariadna
El viernes, justo antes de que mi turno terminara, recibí una llamada inesperada. Era mi madre.
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Editado: 23.08.2025