Mi madre se acercó, y su mirada se encontró con la de Hugo en la puerta. No tuve más remedio que presentarlos. — Mamá, él es Hugo. Hugo, ella es mi madre, Mariela.
Mi madre, con su habitual calidez, le sonrió encantada. — Un placer.
— El placer es todo mío,— respondió Hugo.
— ¿Te gustaría pasar? Estamos cenando.
Hugo me lanzó una mirada interrogante, buscando una señal. Yo, resignada a la inevitable situación, solo pude asentir. Él le respondió a mi madre con su encanto natural:
— Con gusto, me quedo un rato.
Ya sentados a la mesa, la conversación fluyó con una extraña naturalidad. Mi madre, siempre curiosa, preguntó cómo nos habíamos conocido. Con toda la tranquilidad que pude reunir, le expliqué que fue durante mi viaje a Madrid y que él era el hijo del Doctor Sergio, mi ex-profesor y mentor. La revelación pareció complacer a mi madre, quien ya conocía y admiraba a Sergio.
La cena continuó con anécdotas compartidas y risas. Hugo, con su facilidad para la conversación, se ganó rápidamente el afecto de mi madre, y hasta mi hermano Agustín, que al principio estaba un poco reservado, comenzó a participar. Yo observaba la escena, una mezcla de sorpresa y una pizca de diversión al ver cómo mi vida, tan meticulosamente planeada, seguía tomando giros inesperados.
Una vez terminamos la cena, nos trasladamos a la sala. La conversación fluía, y mi madre, Mariela, siempre perspicaz, comenzó a interrogar sutilmente sobre mi amistad con Hugo. Él, con su usual aplomo, explicó que yo era de las pocas personas que conocía en Canarias y que, además, lo estaba apoyando con los preparativos de su nuevo hotel.
— De hecho—, añadió Hugo, girándose hacia mí, — quería pedirte que me acompañaras mañana a ver unos navíos, para una sección que quiero incluir en el entretenimiento del hotel.
Mi madre, intrigada, le pidió que le contara más. Hugo, con entusiasmo, explicó que su hotel estaba en una zona con salida al mar, y que a sus accionistas se les había ocurrido la idea de incluir viajes en lanchas y yates como parte de los paquetes premium de reservación para los huéspedes.
Mi madre, encantada con la idea, intervino de inmediato. — ¡Claro que Ariadna puede acompañarte! Es una excelente oportunidad para ella de ver algo diferente.
Refuté al instante. — Mamá, quería pasar tiempo contigo y Agustín, ya que están aquí en la ciudad.
Pero mi madre, con esa mirada que no aceptaba un no por respuesta, se volvió hacia Hugo. — Si no tienes problemas, Hugo, a Agustín y a mí nos encantaría asistir también.
Hugo, con una sonrisa amplia, aceptó gustoso. — ¡Por supuesto! Cuantos más, mejor. Será un placer tenerlos a todos.
Y así, mi plan de un día tranquilo con mi familia se transformó en una excursión de negocios con un inesperado giro familiar. El control que tanto me gustaba tener sobre mi agenda parecía desvanecerse cada vez que Hugo aparecía en escena.
La mañana siguiente, el sol brillaba con una intensidad alegre, prometiendo un día perfecto en el mar. Para mi sorpresa, la idea de la excursión no me resultaba tan desagradable como la noche anterior. Había algo en la novedad de la situación que picaba mi curiosidad.
Llegamos al puerto y allí estaba Hugo, ya conversando con el capitán de un impresionante yate. Vestía de forma casual, pero su presencia era innegable. Mi madre y Agustín, mis acompañantes, no tardaron en impresionarse.
— ¡Qué barco tan grande!—, exclamó Agustín, con los ojos bien abiertos.
Hugo se giró y nos saludó con una sonrisa. — Bienvenidos a bordo—, dijo, con un aire de anfitrión.
Una vez que zarpamos, el yate se deslizó suavemente sobre las aguas turquesas del Atlántico. Hugo se movía con facilidad, señalando las características de la embarcación y explicando cómo se integrarían estos viajes en los paquetes del hotel. Mi madre, hacía preguntas perspicaces sobre el mercado turístico y los beneficios para la economía local, mientras Agustín estaba fascinado con el equipo de navegación.
Yo me limité a observar, asimilando la información. Era otra faceta de Hugo que no conocía: el empresario astuto, el visionario que convertía ideas en experiencias. Habló de la importancia de ofrecer un servicio impecable, de crear recuerdos inolvidables para los huéspedes. Había una pasión en su voz, diferente a la mía por la neurología, pero igualmente intensa.
En un momento, mientras Hugo estaba mostrando a Agustín cómo funcionaba un chaleco salvavidas, mi madre se acercó a mí.
— Es un muchacho encantador, Ariadna—, susurró, una sonrisa de aprobación en su rostro. "Y muy trabajador. Se ve que tiene las cosas claras, me agrada—. Asentí, sin decir nada.
¿Las cosas claras? Sí, en los negocios, sin duda. Pero en lo personal, la claridad de Hugo seguía siendo un enigma para mí.
El paseo continuó, mezclando las explicaciones técnicas de Hugo con las risas de mi familia. El mar nos envolvía con su inmensidad, y por un momento, la línea entre mi vida profesional y mi incipiente amistad con Hugo se desdibujó por completo.
Al final del día, después de devolver el yate y despedirnos del capitán, Hugo se ofreció a llevarnos a casa. El sol empezaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados. Mi madre y Agustín iban charlando animadamente en el asiento trasero, mientras Hugo y yo manteníamos una conversación más tranquila.
— Me sorprendió tu madre—, comentó Hugo, con una sonrisa. — Es muy... directa. Y parece que le caí bien.
— Le caíste bien— , confirmé, una pequeña risa escapándose. — Mamá es muy protectora, pero cuando alguien le agrada, se nota. Y le impresionó lo del hotel y lo de la gala benéfica.
— La gala fue un éxito—, me dijo, su voz denotando satisfacción. — Recaudamos una buena cantidad, y el director de uno de los programas, que te mencioné... Le interesó mucho tu investigación. Me pidió que se la enviara.
Mis ojos se abrieron de sorpresa. — ¡En serio! Eso es increíble, Hugo. Gracias—. La idea de que mi trabajo pudiera llegar a manos de un director de un hospital importante, me llenó de una emoción profesional que pocas cosas lograban.
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Editado: 09.08.2025