El lunes llegó, trayendo consigo la familiar rutina del hospital. Me encontraba en el cuarto de residentes, cambiándome para iniciar el día, cuando Santiago entró. Me saludó con su habitual alegría, y yo le devolví el saludo.
—¿Cómo pasaste el fin de semana?—, me preguntó, con una sonrisa.
—Bastante bien—, respondí, sin entrar en detalles sobre batallas de pizza o anécdotas universitarias. —Y tú, ¿qué tal?.
Santiago, mientras se cambiaba, me contó su fin de semana. —Salí con los chicos de mi servicio. Fuimos por unas copas, pero hasta temprano, ya sabes, tenía que estudiar—. Su tono era casual, y por un momento, me alegró ver que la conversación no giraba en torno a nosotros o a Hugo. La normalidad, después de un fin de semana tan atípico, era un bálsamo.
—¿Y qué estás estudiando?—, le pregunté a Santiago, mi curiosidad genuina.
Una sonrisa de determinación apareció en su rostro. —Pronto presentaré el examen para el postgrado—, me contó.
Mis ojos se abrieron con emoción.
—¡Santiago, qué buena noticia! Me alegro muchísimo por ti—. Saber que estaba persiguiendo esa oportunidad me llenaba de orgullo por él.
—Sí, ya es el momento—, dijo, su voz reflejando su ambición. —Quiero lograr esa oportunidad, de verdad.
Lo animé con convicción. —Tú puedes con eso y mucho más, Santiago. Eres muy inteligente y estoy segura de que quedarás. Has trabajado muy duro para esto.
Compartimos un momento de camaradería profesional, un recordatorio de los lazos que nos unían más allá de cualquier complicación personal. La conversación fluyó fácilmente, enfocada en nuestras carreras y el futuro.
Hugo
Acababa de salir de una intensa reunión con mis accionistas en Barcelona. Los números, las estrategias de expansión y las proyecciones futuras llenaban mi mente. Me despedí de Gael, quien ya estaba planificando su próxima visita a Canarias para ver a Clara, y me dirigí al aeropuerto. Mi destino: la casa de mis padres en Madrid, donde almorzaríamos.
Al llegar, mi madre me recibió con un fuerte abrazo, de esos que solo una madre puede dar. —¡Mi niño! La comida estará lista pronto—, me dijo, con su habitual calidez.—Tu padre está en la sala—. Fui hacia allá, saludando a mi padre con un abrazo.
Nos sentamos, y como siempre, la conversación viró rápidamente hacia el trabajo, los nuevos proyectos, los desafíos del mercado. Era nuestra forma de conectar, de entender el mundo del otro.
Pasado un rato, mi madre, con su voz melódica, nos llamó a mi padre, Sergio, y a mí a la mesa. Nos sentamos, y entre el tintineo de los cubiertos y el aroma de la comida casera, la conversación se deslizó hacia mi estancia en Madrid.
—¿Cuánto tiempo te quedas esta vez, hijo?—, preguntó mi madre, con esa esperanza velada en su voz de que me quedara más tiempo.
—No lo sé, mamá—, respondí, mientras cortaba un trozo de pollo. —Tengo que esperar a que Gael me pase el cronograma del resto de la semana. Depende de las citas que tenga en Canarias.
Mi madre asintió, y luego, con un tono casual que no me engañó ni por un segundo, soltó: —Por cierto, Alejandra estará de visita en Madrid los próximos días—. Alejandra, mi novia de la adolescencia y de mis años en la facultad de medicina. La mención hizo que un ligero nudo se formara en mi estómago, aunque intenté mantener una expresión neutra.
—Ah, qué bien—, respondí, intentando sonar lo más despreocupado posible. —Pero no creo que pueda quedarme. Dale mis saludos.
Mi madre me miró, y supo que no quería extender la conversación. Mi ruptura con Alejandra no había sido en buenos términos. Habíamos terminado en el momento en que decidí dejar la carrera de medicina para cambiarme a administración hotelera. Ella no apoyó mi decisión, lo veía como una traición a mis supuestas "promesas" y a la trayectoria que habíamos planeado juntos. Yo, cansado de sus reproches y de sentirme incomprendido, decidí dejarla. Había sido una relación intensa, pero la ruptura, aunque dolorosa en su momento, me había liberado para seguir mi propio camino.
Mi madre, con esa intuición maternal que a veces resultaba exasperante, notó mi intento de evitar la conversación sobre Alejandra. Con una sonrisa, que para mí en ese momento parecía de triunfo, confesó: —Pues, hijo, puedes darle tus saludos tú mismo. Alejandra cenará con nosotros esta noche.
Mis ojos se abrieron ligeramente. Mi padre, Sergio, intervino de inmediato, su voz teñida de reproche. —¿Por qué la invitaste, Amina? Debiste consultarlo con Hugo antes de invitarla, o al menos conmigo.
Mi madre, Amina, puso una mano en el pecho, con un gesto de inocencia.
—Ay, Sergio, sabes que la quiero mucho. Hemos estado en contacto desde que terminó con Hugo, y cuando me llamó preguntando si podía visitarnos, no pude negarle la invitación. Ya no podía echarme para atrás.
Traté de disimular mi disgusto, aunque era una batalla perdida. La última cosa que quería era revivir viejos fantasmas o tener una cena incómoda. —Por favor, no discutan por esto—, dije, forzando una sonrisa. —Cenaremos tranquilamente.
Sabía que la noche sería larga. La inesperada presencia de Alejandra en la cena familiar prometía un giro incómodo, y mi mente ya empezaba a maquinar cómo manejar la situación sin que el ambiente se volviera insoportable.
En la noche, el timbre sonó, una campanada que sentí directamente en el estómago. Amina, mi madre, se apresuró a abrir la puerta, su entusiasmo era casi palpable. Mi padre y yo estábamos en la sala. Tomé un sorbo de mi whisky, el líquido quemando ligeramente mi garganta, antes de dejar el vaso a un lado.
Mis ojos se fijaron en la puerta. Y allí estaba ella. Alejandra. Tan guapa como siempre, su largo cabello rubio caía en cascada, aunque para mí, ahora, evocaba un ligero dolor de cabeza. Sus ojos verdes me miraron con una expectación que me resultaba extraña, como si esperara que la me arrojara a sus brazos.
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Editado: 26.08.2025