Encuentro Inesperado

Capitulo 15

El fin de semana llegó, trayendo consigo la promesa de una nueva aventura. Esperaba a Hugo en la entrada de mi edificio, la emoción burbujeando dentro de mí. Esta vez, Clara y yo habíamos Sido las encargadas de escoger el plan ñ, y el resto del grupo, sabiendo nuestros gustos, guardaba la expectativa de lo que sería.

Una vez que Hugo llegó y nos pusimos en camino, me sentí en casa. La conversación fluía con naturalidad, como siempre. Nos detuvimos para recoger a los demás, y pronto, con el grupo completo en el coche, revelé el plan.

—¿Listos para una aventura?—, pregunté con una sonrisa traviesa.

—Vamos a Maspalomas a pasear en camellos.— les explico Clara.

Una ola de exclamaciones y risas llenó el coche. La sorpresa era evidente en los rostros de todos, y la idea de un paseo en camello, tan exótica como inusual, parecía una excelente manera de pasar el día.

El sol de Maspalomas calentaba nuestra piel, y la brisa salada del Atlántico nos refrescaba mientras nos acercábamos al inicio del paseo en camello. Los animales, con sus largas pestañas y su paso lento y medido, esperaban pacientemente a los turistas. El grupo, que hasta entonces se había movido en un ritmo urbano, se encontró en un escenario completamente distinto.

Clara y Gael se montaron juntos, las risas de ambos resonaban mientras el camello se ponía de pie con un movimiento torpe. Alonso y su novia les siguieron. Hugo y yo nos miramos, una sonrisa cómplice en nuestros rostros, y nos sentamos en el último camello.

El paseo fue una experiencia surrealista. El desierto de dunas, con sus infinitas ondulaciones doradas, se extendía ante nosotros. La sensación de ir a lomos de un camello, balanceándose suavemente al ritmo de sus pasos, era algo que ninguno de nosotros había experimentado antes. La conversación se desvaneció, reemplazada por la admiración del paisaje.

Hugo, que iba sentado detrás de mí, apoyó su mano en mi cintura para evitar que me resbalara. El simple gesto, tan casual y sin malicia, hizo que un escalofrío me recorriera la espalda. El contacto, tan familiar ya, se sentía diferente bajo la inmensidad del desierto.

En un momento, me giré para mirarlo. Su rostro, enmarcado por el sol, estaba sereno. Él, el hombre de los yates y los hoteles de lujo, se veía completamente en paz sobre un camello. Me sonrió, una sonrisa sincera que llegaba a sus ojos. — Esto es... increíble, Ari—, susurró. —Nunca imaginé que un paseo en camello sería tan... Tú.

Lo miré, buscando una respuesta en sus ojos. No había rastro de burla, solo una genuina admiración.

— ¿Cómo tan yo?.— Me atreví a preguntar curiosa.

— Lleno de sorpresas y encanto.— Explico el.

Sentí mis mejillas arder y un calor que no era del sol de Maspalomas, sino de algo más profundo, algo que él estaba viendo en mí y que yo, tal vez, aún no terminaba de reconocer. El paseo continuó, y aunque la conversación se reanudó con los demás, las palabras de Hugo flotaban entre nosotros, creando una nueva capa de significado en nuestra conexión.

Esa noche, de regreso a casa, me encontré pensando en sus palabras. El "yo" que yo creía conocer, la doctora, la mujer enfocada, la que evitaba los riesgos emocionales, no era la única versión de mí misma. Había otra, una que disfrutaba de la aventura, de la espontaneidad, de las risas y los momentos inesperados. Una Ariadna que se había permitido un paseo en camello y que, curiosamente, se sentía más ella que nunca.

El "paseo en camello" de Hugo y yo no solo fue una actividad de fin de semana; fue un espejo en el que pude ver una parte de mí que había mantenido oculta. Y el hecho de que él la hubiera visto y apreciado, de una manera tan natural y sin pretensiones, me hizo darme cuenta de que nuestra amistad, por más que la definiera, era un viaje de autodescubrimiento para ambos.

Hugo
La tarde transcurrió con la misma ligereza que el paseo. Disfrutamos de un delicioso almuerzo a orillas de la playa, entre risas y conversaciones tranquilas. El sol comenzaba a despedirse, pintando el cielo de tonos dorados y anaranjados, mientras nosotros, ya más relajados, compartíamos tablas de queso y jamón ibérico, acompañadas de vino. El grupo se había dispersado, cada pareja en su propio mundo, y yo, me encontraba disfrutando de la paz y de salir de mi zona de confort, algo que me gustaba hacer.

En ese momento, mi teléfono vibró. Era una videollamada de mi madre. Extrañado, ya que no era habitual que me llamara a esa hora, contesté. Al ver la imagen en la pantalla, mi sorpresa fue mayúscula. Mi madre no estaba sola. A su lado, con una sonrisa que me pareció forzada, estaba Alejandra.

—Hola, hijo —, dijo mi madre, su voz llena de un entusiasmo que no compartía. — Mira quién está conmigo. Justo estamos cenando y quería saludarte.

Alejandra, con su cabello rubio impecable, me miró y me sonrió.

—Hola, Hugo. Qué casualidad, ¿no?—. Su tono era casual, pero en sus ojos pude leer una intención que me revolvió el estómago.

Hice mi mayor esfuerzo por sonreír y saludar cordialmente, pero sabía que era una batalla perdida. A mi lado, Ariadna que no tardó en notar mi disgusto. Con un gesto tranquilizador, colocó su mano en mi hombro, un toque que se sintió como un ancla en medio de la tormenta.

Mientras continuaba la conversación con mi madre, no tardé mucho en escuchar la voz de mi padre.— Amina, mujer deja de molestar a Hugo, seguro está ocupado.— le reprochó a mi madre para luego por fin aparecer en la camara.

—Hola, hijo—, me dijo, y luego su mirada se posó en la imagen. —¿Y esa manito en tu hombro? Reconozco esa mano en cualquier parte. ¿Es Ariadna?.

Una risa genuina escapó de mis labios. Realmente me agradaba ese cariño que sentían el uno por el otro.

—Sí, padre. Es ella—. Enfoqué la cámara en ella, y la sonrisa de Ariadna fue tan radiante que iluminó la pantalla.

—¡Hola, Sergio!—, exclamó Ariadna, devolviéndole el saludo con entusiasmo y cariño. Empezaron a conversar, una facilidad entre ellos que me sorprendió. Mientras tanto, Alejandra, visiblemente incómoda, al ver que no era el centro de atención en la llamada, se despidió de mi madre y de mí, para luego retirarse de la mesa. El alivio fue instantáneo y palpable.




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