El fin de semana del paseo en camello se desvaneció, dando paso a una semana intensa. Mi rutina, esa que tanto había extrañado en mis momentos de caos, me recibió con los brazos abiertos. El domingo, al amanecer, ya estaba en el hospital para mi guardia. La semana transcurrió con la prisa habitual; los días se difuminaban entre expedientes, diagnósticos y el ir y venir de los pacientes. Me sumergí en mi trabajo, atendiendo a cada persona con el mismo amor y la misma paciencia que me caracterizaban.
Pero esta vez, la rutina no se sentía como un refugio, sino como una distracción. Mi mente, a pesar de mis esfuerzos por concentrarme, a menudo regresaba a las dunas de Maspalomas, a la mano de Hugo en mi cintura, a sus palabras. Y luego, a la videollamada, a la confesión sobre su ex y sobre su abuelo, y a mi propia vulnerabilidad en la playa.
El sábado llegó, y con él, mi última guardia de la semana. Estaba agotada, física y mentalmente, pero eso no me impidió dar lo mejor de mí en mis labores. La satisfacción de un trabajo bien hecho era un bálsamo, pero no lograba apaciguar la inquietud que se había instalado en mi corazón.
La mañana transcurrió entre risas de niños y la satisfacción de ayudar. Realicé todas mis consultas pautadas, conversando con las madres de mis pacientes y convenciéndome una vez más de por qué amaba tanto lo que hacía. Al terminar la última consulta, llamaron a mi puerta. Al alzar la vista, vi la figura de Santiago adentrándose en el consultorio.
Lo saludé con una sonrisa cansada. Él, sin decir palabra, me extendió uno de los cafés que llevaba en sus manos. — Supuse que lo necesitarías— , dijo.
— Y mucho, gracias —, respondí, tomando un sorbo del líquido caliente. Era exactamente lo que necesitaba.
Santiago se sentó y me preguntó cómo me había ido el día.
— Genial— , le respondí. — Amo pasar tiempo con los niños—. Luego, con curiosidad, le pregunté por qué seguía en el hospital.
— Voy a cubrirle la guardia a uno de mis compañeros—, me contó. — Tiene el cumpleaños de su hija.
— Es un buen gesto— , le dije, sinceramente.
— Sí— , asintió. — Pero mira el lado positivo. Podremos apoyarnos durante todo el día y la noche.
La idea de tener a Santiago a mi lado durante la larga guardia me resultó reconfortante. Su presencia era familiar y segura, un recordatorio de los lazos que me anclaban a mi vida en el hospital.
Ariadna y Santiago almorzaron juntos, en medio de chistes y viejas anécdotas. La risa fluía con facilidad entre ellos, una familiaridad que por un momento me hizo olvidar la semana de locura. El teléfono de Santiago vibró y, de reojo, alcancé a ver un mensaje de Malena. La curiosidad me picó.
— ¿Qué tal estás con Malena?— , le pregunté.
— Bien, bien—, respondió, con una sonrisa. — Somos buenos amigos. Es una chica muy buena y trabajamos bien juntos en el servicio—. Luego, como si quisiera cambiar de tema, comentó que había visto en redes sociales que Clara y el amigo de Hugo eran cercanos.
— Sí, se están conociendo—, le confirmé, con una sonrisa. — Gael es un buen chico y espero que les vaya muy bien juntos.
Después del almuerzo, cada uno volvió a sus labores. La tarde se me fue en el área de emergencias, atendiendo unas cuantas urgencias. El hospital, con su ritmo incesante, me consumió por completo. Ya a medianoche, estaba en el cuarto de descanso, aprovechando que se había desocupado para poder descansar un rato. Estaba recostada en el sofá, con los ojos cerrados, cuando sentí que la puerta se abría.
La figura de Santiago se adentró en la habitación. Lo saludé con la mano, sin levantarme, pero me extrañó su prisa al entrar y el sonido del cerrojo de la puerta. Lo miré extrañada, a lo que él solo se acercó con prisa hacia mí. Antes de que pudiera decir algo, me tomó de la cintura. Estaba a punto de besarme, pero la sorpresa y la urgencia de su movimiento me hicieron empujarlo con fuerza.
El empujón la tomó por sorpresa a ambos. El impulso de la puerta al chocar contra la pared fue el único sonido que se escuchó, rompiendo el silencio tenso en el que nos encontrábamos. Santiago, con una expresión de sorpresa y confusión, se quedó mirándome.
— ¡¿Qué carajos te pasa, Santiago?!—, le pregunté, mi voz una mezcla de sorpresa y decepción.
Él, visiblemente nervioso, intentó acercarse. — Ariadna, yo... Creí que...
— ¿Que qué?— , lo interrumpí, sin dar un paso atrás. — Creíste que, después de todo lo que hablamos, de la claridad que ambos tuvimos, podías entrar aquí y besarme?— . Mi voz se endureció. — No. No puedes.
— Ari, me confundi, ¿ok? tu actitud, tus celos hacia mi amistad con Malena .
— ¿Celos? yo no tengo celos, por el contrario me alegraria que decidieras intetnar tener una relacion con alguien. Entre tú y yo no hay nada más que una amistad. Tú y yo tuvimos una conversación sobre esto. Te dije que lo mejor para ambos era seguir con nuestras vidas.
Santiago bajó la cabeza, su frustración palpable. — Lo sé, Ariadna. Pero verte todos los días, estar así de cerca... No puedo olvidarte. Verte tan feliz, riendo, hace que olvide todas las razones por las que no podemos estar juntos. Y me hace creer que puedo hacerte cambiar de opinion.
— No, no puedes.
Lo miré, mi corazón se encogió, no por él, sino por la triste realidad de la situación. La confianza que creía que se había restaurado, se había roto en mil pedazos.
El silencio se hizo denso, pesado con la frustración y la decepción. Me acerqué a él, mi voz más suave, pero igual de firme. — Lo que pasó aquí... no puede volver a pasar. Nuestra amistad, lo poco que teníamos, se basaba en la honestidad. En la idea de que ambos habíamos superado el pasado— . Mi corazón latía con fuerza, no de miedo, sino de una tristeza profunda. — Lo que acabas de hacer es una traición a esa confianza.
Él me miró, y vi el arrepentimiento en sus ojos. Bajó la mirada, incapaz de sostenerme la mirada. — Tienes razón. Lo siento, Ariadna. Lo siento mucho.
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Editado: 26.08.2025