Encuentro Inesperado

Capitulo 17

La brisa del mar, que antes había sido un bálsamo, ahora parecía helada. El silencio de Hugo se hizo largo, demasiado. Yo, por mi parte, sentía el peso de mis palabras, esperando alguna reacción. Su mandíbula se tensó y sus manos, que habían estado relajadas sobre la mesa, se cerraron en puños.

―¿Qué fue exactamente lo que pasó, Ariadna?―, preguntó, su voz baja y grave, muy diferente al tono desenfadado que yo conocía. No había rastro de la alegría de siempre, solo una seriedad que me resultaba nueva y, admito, un poco intimidante.

Le conté los detalles: el cerrojo de la puerta, el empujón, sus palabras sobre que no podía olvidarme. Mientras yo hablaba, su mirada se endurecía.

―¿Y no le dijiste nada?―, preguntó, con un tono que no era de reproche, sino de preocupación.

―Sí, le dije que nuestra amistad se basaba en el respeto y que lo que hizo fue una traición a la confianza que me había costado volver a tenerle―, le conté, sintiendo un escalofrío al recordar la escena.

Hugo se levantó de la mesa, se acercó a la barandilla del yate y miró al horizonte. ―No puedo creer que se atreviera a hacer algo así―, murmuró. No era una pregunta, era una declaración. Su reacción me tomó por sorpresa. Esperaba empatía, o tal vez una broma para aligerar la situación, pero no esta intensidad, esta ira contenida.

Se volteó hacia mí, sus ojos de un azul tormentoso. ―Ariadna, no voy a permitir que nadie te falte al respeto. Y mucho menos un idiota que no sabe la diferencia entre una amistad y una obsesión.

La brisa del mar, que antes había sido un bálsamo, ahora parecía congelada. Me quedé mirándolo, perpleja. Hugo, el hombre despreocupado y bromista que conocía, se había transformado en un pilar de acero. Su declaración me hizo sentir una mezcla de gratitud y alarma. Nunca nadie había sido tan intensamente protector conmigo.

―Hugo, no es para tanto―, le dije, intentando sonar tranquila. ―Yo ya lo manejé. Le dejé claro que no volverá a pasar.

Él me miró con una seriedad que no le conocía. Se sentó de nuevo, pero la tensión en su cuerpo no desapareció. ―Un amigo no hace eso, Ariadna. Un amigo no se aprovecha de la situación. Y no te lo digo porque me guste, te lo digo porque vales mucho y no voy a permitir que nadie te falte al respeto―. La última parte de su frase me hizo sonrojar. ―Y no te estoy pidiendo permiso para hacer esto.

Sacó su teléfono y lo miró, sus dedos ya preparados para escribir. Su intención era clara. ―Hugo, no―, le dije, poniéndome de pie. ―Si lo confrontas, solo hará que la situación sea más incómoda en el hospital. Lo último que quiero es que esto se convierta en un drama.

Hugo guardó su teléfono a regañadientes, pero su mirada se mantuvo firme. ―De acuerdo. Por ahora. Pero quiero que sepas una cosa, Ariadna. Esto que pasó, no esta bien. Tienes que prometerme que si vuelve a intentar algo, me lo dirás. No estás sola en esto.

Asentí, sin poder decir nada. El peso de su protección, su sinceridad, me abrumó. Me di cuenta de que mi relación con Hugo había cruzado una línea, una que yo había prometido no cruzar jamás. Ya no era solo mi amigo, era mi refugio, mi protector.

Después de un momento, respiró hondo y la tensión en su cuerpo se disipó. ―Lo siento, Ariadna―, dijo, su voz volviendo a su tono normal, aunque con un matiz de seriedad. ―No debí alterarme así. Es solo que... me parece inaceptable.

―Lo entiendo, Hugo―, le dije, sinceramente. ―De verdad lo entiendo.

Una ligera sonrisa apareció en sus labios. ―Te traje aquí para que te distrajeras, no para agobiarte más―. Se acercó a la puerta del camarote. ―Hay varios trajes de baño allí adentro. Puedes probarte alguno. Te espero aquí, vamos a hacer algo divertido. Iremos a bucear.

La idea de sumergirme en el agua salada, de dejar atrás la ansiedad y el estrés del hospital, me pareció un bálsamo. Asentí, y con una sonrisa, fui al camarote a buscar un traje de baño. El contraste entre la tensión de hace unos minutos y la ligereza del momento era surreal. Hugo me había llevado de un mundo de problemas a un paraíso de tranquilidad, y yo, por primera vez, estaba lista para dejarme llevar.

Me dirigí al camarote. En el interior, una pila de trajes de baño de diferentes estilos y tallas me esperaba. Elegí uno simple, de color azul, y me lo puse. Cuando salí, Hugo estaba en cubierta, ya listo, con un traje de neopreno que le quedaba como un guante. Me miró y sonrió.

―Te queda genial―, dijo, con una sinceridad que me hizo sentir cómoda. ―El equipo de buceo está en la popa. ¿Lista?.

Asentí. Me ayudó a ponerme las aletas, el chaleco y el tanque de oxígeno. El peso era considerable, pero su presencia me tranquilizaba. El agua, un azul cristalino, me invitaba a sumergirme. Nos lanzamos al mar, y el mundo exterior desapareció. El silencio del océano era un bálsamo para mi mente, una liberación de las voces y la ansiedad que me habían atormentado.

El mundo submarino era una sinfonía de colores y vida. Peces de todos los tamaños y colores se movían a nuestro alrededor, y la luz del sol se filtraba a través del agua, creando un espectáculo mágico. Hugo, con una facilidad impresionante, me guiaba con gestos, señalándome un banco de peces, una tortuga solitaria y los intrincados corales. Su mano, en un gesto protector, se posó en mi espalda baja, guiándome con suavidad. Me sentía segura, en paz, completamente presente en ese momento.

Después de un rato, salimos a la superficie. Nos quitamos el equipo, y nos sentamos en la cubierta, con el sol secando nuestros cuerpos. La paz que sentía era absoluta, una calma que no recordaba haber experimentado en mucho tiempo.

―Gracias, Hugo―, le dije, mi voz llena de una gratitud genuina. ―Esto... esto era justo lo que necesitaba.

El sol, cálido y revitalizante, nos secaba en la cubierta del yate. La paz que me había invadido bajo el agua se mantenía, y la ansiedad de la mañana se sentía como un recuerdo lejano. Miré a Hugo, y mi voz, llena de una gratitud genuina, rompió el silencio. ―Gracias ―, le dije. ―Esto... esto era justo lo que necesitaba.




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