ENDER.
Katrina McAdams. Mi nombre es Katrina McAdams y soy una mujer de mundo, con experiencia, osada… soy una puta.
Perdonen que no me presente como es debido pero en éste preciso momento no estoy siendo yo misma. Otra persona ha tomado mi lugar, se ha suplantado como una araña tejedora. No soy yo, simplemente no puedo serlo.
Deslizo con delicadeza y sedosidad mis largos dedos por la manga del saco plateado que porta Ezequiel Dimas; la comisura de sus labios se extiende hacia arriba, aprobando mi tacto sugerente e innecesario. Obligo una sonrisa cuando sus ojos color miel me escrutan de arriba abajo, deteniéndose más tiempo de lo estimado en mi escote.
Un par de hombres caminan frente a nosotros, vistiendo completamente de negro, son impredeciblemente intimidantes desde sus hombros anchos hasta la pistola que se encuentra escondida entre sus ropas. No soy estúpida, no son ejecutivos, son un par de guaruras para uno de los hombres más peligrosos en el mundo de los sicarios.
Me acerco aún más a él, rozando de forma superflua mis senos a su brazo, debo ser coqueta y cumplir sus voluntades, esperar una señal y salir con la cabeza en alto cantando victoria. Soy un anzuelo, una carnada.
Nos hemos conocido de frente en su bar favorito, donde encuentra a la acompañante perfecta para llevarla a la cama sin preguntarle siquiera su nombre. Me he aprendido sus gustos en mujeres — caderas anchas, melena rubia y ojos azules saltones —y los he aplicado. He estudiado cada punto del plan de mi hermano con un solo objetivo: no fallar.
Caminamos en silencio hacía una habitación apartada del hotel, Dimas me hala hacía él con ansiedad, sosteniéndome como si fuese una muñeca de trapo dispuesta a jugar hasta el los más sádico de los juegos. Bato mis pestañas sin control, como haría Tinkerbell. A él le gusta.
— Nos la vamos a pasar de maravilla ésta noche — susurra en mi oído con lascivia antes de besar el área detrás de mí oreja. Suelto una risita traviesa.
— Estoy segura de ello.
Una puerta alta nos recibe y frente a mí se expone una habitación que me recuerda a un castillo de princesas. Por un solo segundo, olvido la compañía y me centro en ser yo misma: la chica bajita y pelinegra que detesta los tacones. Me concentro en las paredes altas color hueso y el los retazos de madera que bordean las esquinas; xerografiados perfectos se ven por doquier y las arañas que penden del techo brillan por el reflejo de la luz del sol a los cristales que imitan gotitas de lluvia cayendo.
Un paraíso de en sueño.
Un paraíso tan caro que solo unos cuantos podrían costear.
Los lacayos se posicionan de lado a lado del umbral y nos permiten el paso, como si fuéramos reyes del universo, los seres más importantes en la sala. Me siento desnuda al momento que Dimas me mira con el ceño fruncido mientras uno de los escoltas sostiene la puerta para nosotros.
Aprieto los labios, olvidándome del lápiz labial rojo que me esmeré por remarcar minutos atrás. Me siento ridícula cuando me adentro con una timidez incontrolable ¡Sé bien para qué me quiere éste hombre! ¡¿Por qué no puedo simplemente permitir que juegue sólo un poquito conmigo?!
«Estamos en posición».
La voz de Yannick me embriaga al percibirla en mi oído. Se siente como una buena señal, un escape a la mirada llena de concupiscencia de mi acompañante. No soy temerosa de un hombre como él, aun a mi corta edad, sé bien como defenderme, pero estoy ansiosa por terminar la farsa de Hollywood. Odio mis papeles de actriz, pero adoro la forma en que mi hermano se siente orgulloso.
Estamos completamente solos.
Llevo una de mis manos como instinto a mi oreja, cubriendo el diminuto auricular que cubre mi peluca. Parezco una cantante de cabaret, de aquellas que llegan al estrellato por medio de miradas azucaradas y sexo con extraños
— Eres muy hermosa.
Su halago se siente como algo malo.
Camina hacia mí con rapidez y apresa mi cadera con sus dedos larguiruchos al momento que su boca toma posesión de la mía. Mis hombros se tensan y mis piernas comienzan a flaquear mientras se sostienen por unos tacones que me hacen ver demasiado alta.
Me aferro a su corbata color vino y halo de ella, atrayendo su atención al pequeño gesto, alejándolo de mi boca. Sonrío con gracia, cual niña que sólo ansia explorar cada rincón de lo prohibido.
Mis muecas vencen.
Giro sobre mis talones y le doy una vista a mi espalda desnuda, tomo una de sus manos y la deposito en mi estómago, sus dedos acarician la tela del vestido. Intento tolerar las ganas de vomitar cuando me presiona aún más a él.
Quiero oír la voz de Yannick una vez más, asegurándome que lo último que debo hacer es acostarme con aquel cerdo que se dedica a la compra de horas de placer con mujeres que son víctimas de las malas decisiones, de la pobreza. Es despreciable.
Caricias y besos me rodean. Yannick sigue sin decir una sola palabra y mi paciencia comienza a colmare. No pienso ser una más de la lista de trofeos de ésta escoria humana.
Rodeo su cuello con uno de mis brazos y doy un ligero toque a sus bembos con la yema de mi dedo índice.
— Te voy a hacer pasar la noche más maravillosa de todas — ronroneo.
Dimas gimotea y sus labios vuelven a ser míos. Sus manos pasean por todo mi cuerpo; sus caricias derrochan pasión y deseo, se pierde en ellas hasta el punto que sus suplicas se vuelven menos silenciosas.
Deslizo mis manos por su pecho hasta llegar a la cinturilla de sus jeans, un par de agarraderas interrumpe mi camino, mostrándome victoriosa. Entrelazado mis dedos por el borde y me aferro a éste como si mi vida dependiera de ello.
Tal vez lo hace.
«Tenemos el paquete».
La voz de Yannick es como un alivio.
— ¿Qué diablos es…?