Para Ella, tú sabes quién eres
Hoy recorrí el camino que anduvimos la primera vez que visitamos el Zoologischer Garten Berlín. ¿Recuerdas? Estábamos en casa, yo sentado en el suelo y tú acostada en el sillón. La televisión estaba encendida y fingíamos mirarla cuando pregunté “¿Qué hacemos mañana?”. La noche bañó con un silencio el preludio de tu movimiento para ponerte bocarriba, mirar al techo y decir: Zoologischer Garten, en Museumsinsel. Al margen de tus palabras la televisión seguía resonando “este pico, similar al de un loro, posee grandes músculos que generan fuerza suficiente para atravesar materiales a prueba de balas como el kevlar”.
Al día siguiente nos paramos temprano y me puse al volante para trazar con caucho la vereda de nuestro camino a Berlín.
¿Te acuerdas la vieja haya en la que grabamos nuestro nombre? Hoy escribo bajo su abrigo de hojas declinantes mientras rememoro aquella vez, cuando todo lo que podíamos hacer juntos era sonreír. He repasado, incansable, con la ya gastada punta de estos dedos que solían afilarse en tus contornos, los rostros de nuestros nombres jóvenes e ilusionados y no dejo de preguntarme cómo pasó.
Al abrir la puerta incerrable —enorme arco erigido sólo para bienvenidarnos y que quizá al día siguiente o ése, al darle la espalda, haya caído en las cenizas del recuerdo— del Zoologischer, miramos a incesantes niños corretear de un lado a otro a sus padres. Se develó lentamente una iridiscente sonrisa que iluminó el sitio de escrupulosos andares entre el suave viento que evidenciaba la inminencia de un agosto de hojas crocantes, viento cargado ya de flores vencidas.
El arco arraigado en las profundidades de la tierra era inamovible en sus columnas cafés, grises casi, y sobre sí sostenía lo que lo nombra: un arco rojo aderezado con figuras en dorado. Sobre él, reposaban pequeños rectángulos similares a tejas verdes. Esperábamos nuestro turno para comprar los boletos, tú mirabas atónita el monumento hasta que una de las risas circundantes chocó de lleno contigo y casi te tiró al suelo: el niño te miró con ojos grandes y labios tambaleantes hasta que interrumpiste el silencio con tu estrepitosa risa. “¿Estás bien?”, le dijiste, y el niño, ya con una sonrisa en la cara, te dijo que sí y siguió corriendo, presuroso, como si se le hiciera tarde para huir de una infancia a la cual después añoraría regresar, sintiéndola inalcanzable.
Me gustaría saber que el sobre que contenga estas palabras llegará a ti, que no será otro papel en el cesto de una basura que alguna vez fue nuestra en una casa que alguna vez fue hogar contigo en ella. Me gustaría pensar que de un modo u otro llegarás a esta elegía del no retorno, a una —más que anagnórisis— re-anagnórisis en la que re-conoces que me amas, en la que me re-miras y re-encuentras amor en mis mal disimuladas formas que más que hoja en blanco, lisa en la que trazar las líneas de un destino nuevo, simula un mal mapa orográfico de Ohio.
Sé que estas hojas, al igual que el que sobre ellas escribe intentando no inundarlas, deshacerlas en lágrimas junto consigo, jamás encontrarán aquello que justifica su existencia porque huye de todo aquello que le recuerde su incapacidad de sentirse mujer, de escucharse nombrar madre.
Nos sentamos bajo la penumbra de este árbol —aquél que marcamos con navajas de ilusiones vanas— ya encanecido y alopécico que durante años miró el escenario que nosotros contemplamos arropados de silencios propios: sonidos de jóvenes risas, lloriqueos esporádicos y protectoras miradas. Se veía sonreír al haya con sus muy marcadas arrugas de árbol viejo, de árbol sabio y el viento que chocaba con sus hojas permitía que hablara en una lengua que para nosotros era desconocida pero que parecía decir “callen, callen y escuchen; contemplen el más grande regalo de la vida: ella misma, la vida; aprecien la risa de jóvenes que quizá algún día de sonreír dejen, para comenzar a sollozar ante la imposibilidad de volver a la inocencia, a la ignorancia, al paraíso sólo poblado por árboles hermosos llamados simproblemas”. Así que mantuvimos el mutismo. Y escuchamos. Y observamos:
Los niños reían, hablaban
el atardecer que conspiraba a su favor
bañándolos de miles de hojas amarillas
por Acacia sueltas
para engalanar
el solaz
viento,
viento que también jugaba,
jugaba,
jugaba
con el cabello, bello, de ellos
y ellos:
reían, hablaban
el atardecer que conspiraba a su favor.
Pero rompiste la regla, el silencio, con una mirada bulliciosa llena de preguntas que mi rostro no sabía responder. Tomaste mi tímida sonrisa como respuesta y mi mano con la tuya en un suave roce como diciendo “hagámoslo”. Al cruzar nuestras miradas todo se volvió difuso, se oscureció hasta desaparecer, el mundo dejó de existir en el nuestro.