El aire olía a café recién molido y pan tostado. Caleb sostenía su taza sin beber, mirando por la ventana. Alex se sentó frente a él, visiblemente más apagado que de costumbre, con las ojeras marcadas y el nudo en la garganta aún intacto desde la mañana.
La tarde estaba cayendo y Jennifer no lo había llamado desde que se fue corriendo, aunque al menos Olivia había tenido el detalle de enviarle un mensaje para decirle que estaba en casa y bien.
Caleb ni siquiera lo miraba, parecía absorto en las pequeñas olas que se formaban en su taza de café cada vez que agitaba la cuchara dentro.
—Gracias por estar aquí —murmuró Alex, inseguro.
—No lo hago por ti —respondió Caleb, tranquilo, sin malicia—. Lo hago porque todavía quiero pensar que hay algo de ti que vale la pena salvar.
Alex apretó los labios y también los puños, debajo de la mesa, su voz salió baja, casi inaudible.
—Sé que jodí todo…
—¿Lo sabes, o sólo lo estás diciendo porque ahora todos están heridos? —preguntó Caleb, por fin alzando la vista.
Alex bajó la mirada y suspiró hondamente.
—Me equivoqué.
—No —interrumpió Caleb—. No fue un error, fue una decisión. Decidiste callarte. Decidiste mentirle a la mujer que decías amar. Decidiste mirar a Olivia a los ojos, una y otra vez, como si nada hubiera pasado. Y a mí… —pausó, con voz dolida—, decidiste no decirme nada sabiendo lo que sentía por ella.
El silencio entre ambos fue denso. El restaurante de Caleb estaba atendiendo a los clientes que seguían en su mundo, ajenos al drama de ellos dos.
—No pensé que importara —susurró Alex—. Olivia y yo... ya no éramos nada. Y cuando vi a Jenn por primera vez, fue diferente. Fue como si todo lo anterior no hubiera contado.
—Pero sí contaba —dijo Caleb—. Porque el amor no se borra como un mensaje de texto. Y tú lo sabías. Sólo que elegiste no enfrentarlo.
Alex asintió, derrotado. No tenía ninguna otra forma de excusarse, Caleb siempre había sido aquel que lo dejaba sin argumentos en cualquier discusión.
—La amo, Caleb. A Jennifer. Y no quiero perderla.
—Entonces empieza por hacer lo que no hiciste antes. —Caleb lo miró con calma, pero firme—. Discúlpate con Olivia. No por quedar bien. No por limpiar tu imagen. Hazlo porque ella fue la que más soportó en silencio. Y luego… ruega que Jennifer pueda perdonarte por haber humillado a su hermana.
—¿Tú crees que me perdone? —preguntó Alex, casi con miedo. Su expresión decía mucho más que las palabras.
Caleb lo miró con seriedad.
—No lo sé. Pero si no haces nada, lo que sí sé es que te lo mereces.
Alex respiró hondo y rio amargamente.
—Gracias por ser honesto. Y perdón por haberte mentido.
Caleb no respondió. Aún si estaba enojado y herido, una cosa era cierta: Alex seguía siendo su hermano del alma.
El ambiente en el departamento era distinto. Más liviano, aunque aún cargado de emociones no del todo digeridas. Jennifer, sentada junto a Olivia en el sofá, miraba su celular, leyendo y releyendo un mensaje de Alex que aún no respondía.
Fue entonces cuando la puerta se abrió y entró Edgar, el padre de ambas. Llevaba un ramo de flores pequeñas en una mano y una expresión nerviosa en el rostro.
—Me dijeron que estabas aquí —le dijo a Jennifer, inseguro—. ¿Qué pasó? ¿Por qué cancelaste la reunión con los del registro civil? ¿Por qué todos me están llamando como locos?
Jennifer se puso de pie, respirando profundo.
—Porque no me voy a casar, papá.
Edgar parpadeó. Su chaqueta de cuero se arrugó cuando bajó los brazos como si le acabaran de disparar.
—¿Qué? ¡¿Cómo que no te vas a casar?! —exclamó, casi furioso—. Jennifer, esto es una locura. ¡La boda es mañana! ¡Hay gente que viene del otro lado del país! ¿Tienes idea de lo que estás haciendo? —Apuntó con el dedo índice a su hija menor, pero ella ni siquiera se inmutó al verle la cara descompuesta.
—Sí —respondió ella, con firmeza—. Por primera vez en mucho tiempo, sí lo sé.
Olivia permaneció sentada, observando en silencio, pues su hermana, esta vez, no necesitaba que nadie hablara por ella.
—Estoy haciendo lo que tú nunca hiciste —continuó en tono acusador—. Estoy siendo honesta con lo que siento. Estoy enfrentando las consecuencias de mis actos. Y estoy protegiendo a la persona que más me importa en el mundo, Olivia.
Edgar guardó silencio. Miró a su hija menor, y luego a la mayor.
Jennifer dio un paso adelante.
—No quiero tu aprobación, ni tu bendición. Pero ya no quiero vivir más con ese peso sobre mi espalda. El peso de tus decisiones. De tu abandono. Porque tú fuiste quien nos dejó cuando más te necesitábamos. Y no lo dijiste. No lo explicaste. Simplemente… desapareciste.
—Jennifer… —susurró Edgar, sin poder levantar la mirada. Había sido noqueado y arrastrado por el suelo de un solo movimiento.
—Tú no estuviste ahí cuando mamá enfermó —añadió Olivia, por fin alzando la voz—. No estuviste cuando ella se fue. Ni cuando Jenny se encerró en su cuarto por semanas, ni cuando yo tuve que hacer que ambas siguiéramos funcionando. Así que, si hoy vienes a decirnos lo que debemos o no hacer… llegaste unos años tarde.