Engañada

INTRODUCCIÓN

7 de Julio de 1992

No entendía como todo había cambiado tan drásticamente. Horas antes se sentía totalmente decidida a seguir con sus planes, no dejaría que decidiesen por ella, acarrearía con las consecuencias de sus actos y lograría salir adelante a pesar de las dificultades que tuviese que enfrentar. Previno los posibles escenarios pero olvidó que la vida puede ser tan impredecible y en un segundo boicotear los planes a futuro que se hayan realizado.

—Ángela...

Le dolía profundamente verla en ese estado, con la mirada perdida y un semblante sombrío. Era como si no se encontrase en ese lugar —por lo menos no mentalmente—. Estaba al tanto de lo acontecido en la vida de su mejor amiga; lo ocurrido con su padre y la razón por la que terminaron en la puerta de su casa hace unos días. Ella no tuvo que meditarlo por mucho tiempo, decidió ayudarla en cuanto se hubo enterado de lo que le había pasado. No permitirían que sufriesen mientras, ella y su madre, pudiesen contribuir a que superasen ese momento agridulce de sus vidas.

—Por favor, háblame amiga.

Una vez más no obtuvo ninguna señal de que la hubiese escuchado, seguía ensimismada en lo que sea que estuviese pensando. Por su parte, Ángela, rememoraba una y otra vez la última conversación que sostuvo con él; lo que le dijo; sus palabras de aliento; sus amorosos besos y su cálida mirada, ya no lo escucharía reír ni sentiría sus suaves caricias. Se negaba a creer que no volvería a verlo nunca más y cuando, por segundos, era consciente de donde se encontraba, la ira se apoderaba de ella e internamente blasfemaba su desdichada vida.

Había escuchado que pronunciaban su nombre varias veces pero se negaba a hablar, sentía que al abrir la boca y pronunciar alguna palabra se pondría a llorar y ya no pararía.

Percibió que alguien se sentó a su lado, estiró la mano y acarició su cabello suavemente. La reconoció al instante y la miró directamente a los ojos; los cuales dejaban al descubierto todo su dolor y desasosiego. Martha, la madre de su mejor amiga, le devolvió la mirada y así estuvieron por unos cuantos segundos, manteniendo una silenciosa conversación, ajenas al ajetreo de su alrededor. Finalmente rompió en llanto y se lanzó a sus brazos buscando consuelo. Ella la recibió y estrecho contra su pecho, deseó ahuyentar su dolor y evitarle tanto sufrimiento. Entendía por lo que estaba pasando, había perdido al amor de su vida hacia ya muchos años atrás y aún al recordarlo su pecho se contraía de dolor y las lágrimas surcaban su rostro.

—¿Por qué...?

Su voz salía estrangulada, su cuerpo se sacudía a causa de los incontrolables sollozos. Martha, se mantuvo callada, a la espera de que se calmara y lograse reunir fuerzas suficientes para hablar.

—Sé lo que estas sufriendo en este momento, lo comprendo bien, mi niña —acunó el rostro de la joven y la miró fijamente a los ojos—, pero ahora debes pensar en ti, en tú futuro, en...

Ángela sintió su cuerpo tensarse, se levantó del asiento, sacudiendo la cabeza y caminando nerviosa por el estrecho pasillo. Martha no pasó el gesto por desapercibido y se apresuró a su lado, atrayéndola hacia sí en un gesto protector.

—Mi niña, tranquilízate. Eso no es bueno para ninguno de los dos.

Pero la joven mujer no atendió a sus palabras. Poco a poco se sumía más en un desconsuelo apabullante. Se hizo presa del miedo y el desconcierto, no sabía lo que haría a continuación. «Mi papá», pensó en un momento de claridad, llena de esperanza. Pero pronto recordó la condición que éste le impuso y por el cual ella huyo de casa. Desesperada golpeó la pared con las manos hecha puños. Las lágrimas cubrían sus mejillas y la impotencia la abrazaba hasta el punto de sentirse asfixiada.

—No, no. —Martha, la tomó por los hombros alejándola de la pared para que no se hiciese más daño—. Escúchame, tienes que calmarte ahora mismo. Por favor... —rogó entre lágrimas.

Jessica se acercó a su amiga, la consternación tiñéndole el rostro.

—No estás sola, lo sabes ¿verdad?

La aturdida muchacha asintió, pero lo cierto era que sus pensamientos estaban puestos sobre las palabras de su padre. Por primera vez sopesó el alcance de las mismas, lo que haría y lo que ello significaría. Se sintió horrorizar al descubrir que se encontraba considerándolo seriamente. «No, no, no. No puedo hacer eso —pensó—. Debe haber otra manera».

Alzó la vista hacia las dos mujeres que estaban a su lado, apoyándola a pesar que no tenían por qué hacerlo. Sí, las unían una gran amistad —las madres de ambas jóvenes eran amigas desde la infancia—, no había un lazo de sangre de por medio sólo la promesa de la mujer que se había vuelto como una segunda madre para ella, Martha. Pensó que no podía hacerle aquello; dejar que acarreara con sus problemas. Ya bastante hacía con socorrerla, darle el amor y cariño que en su casa no recibía desde que su madre se había ido para siempre. «No puedo permitir que carguen con mis problemas», sentenció para sí.




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