Engaño 4. Una cena de novela

Capítulo I. Ilusiones perdidas

—Eres mi ídolo, jamás dudé de ti —dijo Belén más efusiva que de costumbre.

—Solo fue un certamen de baile.

—¿Solo fue un certamen de baile? —preguntó frunciendo el ceño—; ¿acaso te escuchas? Compitieron contra las mejores parejas de la ciudad y no solo se colaron en instancias finales sino, y más importante, se ganaron el respeto de un público por demás exigente.

—Sí, lo hicimos bien.

—Bueno —suspiró resignada—, ¿vas a decirme qué sucede contigo?

—No sé de qué estás hablando.

—Cualquiera estaría exultante, rebosante de felicidad, pero en lugar de eso estás cabizbajo, desganado, casi como una piltrafa.

—Estoy bien, te lo juro.

—Ya dímelo —insistió.

—¿Acaso no tienes papeleo que llenar? —indagó buscando escapar de un futuro impostergable.

—¿Es forma de tratar a tu mejor amiga?

—Es forma de lidiar con una secretaria curiosa.

—¿Sucedió algo con Silvana? —disparó sin anestesia.

—Pronto comenzarán a llegar los pacientes y aún no…

—¿Qué le hiciste? —interrumpió.

—¿Disculpa?

—No pierdas la oportunidad de desahogarte; soy la mejor confidente que cualquier ser humano podría desear tener en momentos de congoja.

—¿Por qué dijiste que yo le hice algo? —cuestionó incrédulo, al borde de la exasperación—, ¿por qué siempre tiene que ser nuestra culpa?

—Entonces tenía razón —sonrió apretando el puño en señal de festejo—; tu agonía se llama Silvana.

—Casi nos besamos —confesó a regañadientes.

—¿Perdón? —inquirió abriendo enormes sus ojos—. ¿Qué quieres decir con casi?

—Digamos que fuimos interrumpidos en el momento menos oportuno.

—¿Al menos alcanzaste a rozar sus labios, sentir su aliento, palpar su lujuria?

—Solo me quedé contemplando el tren partir para siempre —respondió ensayando una sonrisa resignada.

—¿Acaso perdiste la dirección de su casa?

—Lo que perdí es la valentía de mirarla a la cara.

—A ver si entiendo —carraspeó—, ¿iban a besarse como corolario de una relación tumultuosa que supo domar dos corazones intrépidos o, de hecho, tu arrojo voraz pretendió tomarla por sorpresa y saldar una deuda con su helado corazón?

—No es helado mi corazón.

—Debes admitir que las relaciones sentimentales no son tu fuerte.

—¿Estás ayudándome o hundiéndome en la desolación más absoluta? —le reprochó.

—No cambies el tema.

—Supongo que el beso era algo que queríamos los dos —reconoció con la mirada perdida y los pensamientos en aquel vestuario que pudo haberlo cambiado todo.

—¿Entonces por qué estás tan abatido? —indagó—. Ve a su casa, golpea la puerta, tómala de la cintura y muérdele los labios cual vampiro famélico.

—Ni siquiera sé por qué te escucho.

—No encontrarás sinceridad en ningún otro lado.

—Temo que aquel acto fallido nos alejará más de lo que nos unirá.

—Estás ahogándote en un vaso de agua —analizó con los brazos en jarra sobre su cintura—; si no se besaron, lo mejor que puedes hacer es ignorar el tema y seguir como si nada.

—No es tan fácil —lamentó—; la presioné demasiado, temo que algo se haya roto entre nosotros.

—Entonces deja de jugar como un niño, has a un lado las evasivas y dile lo que sientes —insistió.

—¿Y si me rechaza?

—Al menos sabrás que no escondiste tus sentimientos, darás vuelta la página y te quedarán años de vida para reponerte.

—¿Qué pasa si no quiero? Una respuesta negativa sería el final de nuestra relación —reflexionó atemorizado—. Yo no puedo ni quiero ser su amigo. Al menos así, en la duda, en el limbo perpetuo, puedo mantenerme cerca de ella.

—Nunca te había visto de este modo —dijo acariciándole las manos—, ni siquiera en tus fugaces pero intensas relaciones previas.

—Ella es especial.

—Entonces arriésgate —exclamó—. El amor es solo para valientes y si callas ahora, temo que la perderás para siempre.

—¿Y darle el gusto de tenerme a sus pies?

—Pero recién dijiste que…

—Jamás puede enterarse de que su sola presencia me quita el aliento —interrumpió.

—No te entiendo.

—Es una guerra de trincheras, una contienda psicológica que no puedo darme el lujo de perder.

—Eres un idiota, eso es lo que eres.

—Prefiero morir por dentro antes que admitirle que muero por un beso de su boca —se justificó por su falta de coraje.

—¿Acaso crees que no lo sabe?, ¿piensas que es un chiste aquello de que las mujeres somos intuitivas?




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