Engaño 4. Una cena de novela

Capítulo II. Rumores que matan

Convencido de que era mejor estar preparado y no sorprenderse in situ con una serie de personajes histriónicos que amenazaban agitar el avispero, Bruno subió al pent-house con la esperanza de encontrar a Silvana despierta y tejer una táctica que los haga salir bien parados de una nueva –y exigente- sesión de engaño. Sin embargo, como temía, al llegar a la cima del edificio su respiración se desbocó, las rodillas se aflojaron y su cuerpo quedó petrificado sin ninguna capacidad de maniobra. Por suerte para él, al cabo de un par de minutos, el corazón pujante ganó la batalla a los fantasmas del miedo y pudo a duras penas tocar el timbre para cerciorarse de que los rumores eran ciertos y los pingüinos eran capaces de sobrevivir en el desierto, contra todos los pronósticos, pese a las nulas probabilidades.

—¡Guau! —exclamó ni bien la puerta se abrió de par en par.

—Esa solía ser la reacción de todos los hombres al verme —replicó Mónica con una sonrisa tatuada en el rostro.

—Me sorprende verte aquí, lo admito, pero más me sorprende verte todavía aquí.

—Digamos que obtuve una prórroga —se excusó.

—¿Silvana está en casa?

—Fue a mostrarle una casa a un cliente.

—De acuerdo —suspiró apenado—, supongo que volveré más tarde.

—¿Quieres pasar? —preguntó con un dejo de timidez.

—No creo que sea buena idea.

—¡Vamos, no voy a comerte! —lo retó.

—Prefiero no hacerlo.

—Yo, por el contrario, creo que tenemos mucho de qué hablar —insistió.

—¿Nosotros dos?

—Siempre supe que tu romance con Silvana era un fraude de proporciones épicas —disparó sin rodeos—, pero quisiera, si permites mi osadía y buena intención, darte un consejo que estoy segura te será de mucha utilidad.

—No comprendo —replicó frunciendo el ceño.

—Vamos, pasa.

A regañadientes, seguro de que era una pésima idea, Bruno aceptó la invitación y se adentró en la casa a la espera de una conversación que se adivinaba con pronóstico reservado.

—¿Entonces? —preguntó abriendo los brazos de par en par.

—Sé que me aborreces —alegó—; fui una pésima compañera en la escuela y me volví todavía más odiosa conforme fui creciendo.

—No voy a discutir eso —sonrió.

—Robé el novio de mi mejor amiga, la difamé a diestra y siniestra y prácticamente me apropié de todo cuanto pude.

—¿Es una suerte de confesión? —preguntó frunciendo el ceño—. Porque si es así hay una Iglesia aquí cerca y…

—No le creas —interrumpió directa.

—¿Disculpa?

—Ella no es la santa que tú crees.

—Tenía razón, no debí pasar.

—¿A qué le temes?, ¿a la verdad tal vez? —presionó.

—No me importa que problemas haya entre Silvana y tú —replicó mientras enfilaba hacia la puerta—, pero hazme el favor de no involucrarme.

—Solo quiero ayudarte.

—Gracias pero no lo necesito, estoy bien.

—Estás enamorado, cualquiera se da cuenta.

—Tonterías.

—Ella jamás estará contigo —sentenció—. Lamento decirlo de este modo tan crudo y abrupto, pero así soy yo.

—¿Eso es todo? —inquirió mordiéndose el labio inferior, incómodo, molesto.

—Solo recurrió a ti porque necesitaba ayuda, pero te desechará en cuanto dejes de serle de utilidad.

—Adiós Mónica, fue un gusto volver a verte.

—¿Crees que Esteban y Jorge fueron sus únicos amoríos?

—Todos tenemos un pasado…

—Escucha —dijo acercándose hasta tomarlo de las manos—, el tuyo es un amor no correspondido.

—¿Ella te lo dijo?

—La conozco mucho más que tú Bruno —contestó— y por eso puedo decirte que es una zorra con piel de cordero que hará cualquier cosa, incluso jugar con tus sentimientos, con tal de regresar con el hombre, el único hombre que alguna vez amó de verdad.

—¿Y quién es? —indagó con sincera curiosidad, cruzándose de brazos.

—Rodrigo Alonso; el hijo del gobernador.

—¿Por qué estás diciéndome esto? —preguntó frunciendo el ceño—. Ambos sabemos que no me tienes ninguna estima, ni te importa lo que suceda conmigo.

—Llámalo redención, un acto inusitado de buena fe.

—Creí que Silvana iba a casarse con Jorge.

—Eso fue después de que Rodrigo le rompiera el corazón —comentó con la mirada perdida, como si estuviera reviviendo en su mente aquellos viejos y convulsionados años.

—Entonces fue algo serio.

—Lo fue —asintió—. Estuvieron juntos desde los 19 hasta los 23. Eran jóvenes pero eso bastó para marcarla de por vida.

—Entiendo…




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