En el corazón de Seúl, donde los rascacielos se alzan como dagas contra el cielo y las luces de neón ocultan los pecados de la ciudad, dos nombres eran pronunciados con respeto y temor: Lee Minho y Han Jisung. No eran simples mafiosos. Eran arquitectos del caos, estrategas del poder. Desde los barrios bajos hasta las salas de juntas más exclusivas, su influencia se extendía como una sombra que nadie podía detener.
Minho era el rostro del control. Elegante, implacable, con una mirada que podía congelar el alma. Su infancia había sido una sucesión de abandonos y traiciones, moldeándolo en un hombre que no creía en el amor, solo en la utilidad. Para él, las personas eran piezas en un tablero, y él siempre jugaba para ganar. Su ascenso en la mafia fue meteórico, no por suerte, sino por su capacidad para prever cada movimiento, cada debilidad. Su única excepción, su único vínculo genuino, era Jisung.
Jisung, por otro lado, era fuego disfrazado de calma. Su sonrisa podía engañar, pero detrás de ella se escondía una mente afilada y un corazón que aún recordaba lo que era la lealtad. Había crecido en las calles, aprendiendo a sobrevivir con astucia y encanto. Minho lo encontró cuando ambos eran jóvenes, y juntos construyeron un imperio. Jisung era el único que podía cuestionar a Minho sin miedo, el único que entendía sus silencios. Su vínculo era más fuerte que cualquier contrato, más profundo que cualquier amenaza.
Durante años, fueron inseparables. Cada golpe, cada negocio sucio, cada traición enfrentada, lo hicieron juntos. La mafia los llamaba “los gemelos del abismo”. Donde uno iba, el otro lo seguía. Hasta que ella apareció.
Ryujin no tenía historia. Al menos, no una que pudiera rastrearse. Era una sombra entre sombras, una joven que había aprendido a hacerse invisible para sobrevivir. Huérfana desde pequeña, había vagado por orfanatos, calles, y trabajos temporales que nunca duraban. Su alma estaba marcada por la soledad, pero no por la amargura. Era amable, tímida, con una dulzura que parecía fuera de lugar en un mundo tan cruel.
Minho la conoció en las Bahamas, durante un viaje de negocios que debía ser rutinario. Pero nada fue rutinario desde el momento en que la vio. Ryujin trabajaba en un pequeño café frente al mar, atendiendo con una sonrisa que no llegaba a los ojos. Minho la observó durante días, fascinado por su silencio, por la forma en que parecía no pertenecer a ningún lugar. Para él, Ryujin no era una mujer. Era una posesión. Un símbolo de algo puro que él podía corromper, moldear, controlar.
La cortejó con regalos, promesas, y finalmente, con amenazas. Ryujin no tenía a dónde ir, ni a quién acudir. Cuando Minho le propuso matrimonio, no fue una propuesta. Fue una orden. Ella aceptó, no por amor, sino por miedo. El día de la boda, en una playa vacía, Ryujin lloró en silencio mientras Minho sonreía como si hubiera ganado una guerra.
Al regresar a Corea, Minho presentó a Ryujin como su esposa. La mafia la miró con recelo, pero nadie se atrevió a cuestionar al jefe. Jisung, sin embargo, quedó paralizado al verla. No fue deseo. Fue algo más profundo. Una sensación de reconocimiento, como si su alma recordara algo que su mente no podía explicar. Ryujin también lo sintió. Una paz que no había conocido, una confianza que no había sentido ni siquiera consigo misma.
Jisung comenzó a acercarse a ella con cuidado. Conversaciones cortas, gestos amables, protección silenciosa. Ryujin, por primera vez, se sintió vista. No como una propiedad, sino como una persona. Entre ellos nació una amistad que no debía existir, pero que crecía como una flor en medio del concreto.
Minho lo notó. Y en su mente, la traición tomó forma. ¿Cómo podía Jisung, su hermano, su aliado, mirar a su esposa con esos ojos? ¿Cómo podía Ryujin, su posesión, sonreírle a otro hombre? La paranoia se convirtió en rabia. La rabia, en odio.
Una noche, Minho enfrentó a Jisung. No hubo gritos, solo palabras afiladas como cuchillas. Lo acusó de traidor, de roba mujeres, de romper el único vínculo que jamás había respetado. Jisung, herido pero firme, no negó su afecto por Ryujin. No por deseo, sino por compasión. Pero Minho no entendía la compasión. Solo entendía el poder.
La lluvia caía sobre Seúl como si el cielo estuviera lavando pecados que no podían redimirse. Era una noche sin estrellas, sin testigos. En el despacho principal de la mansión de Minho, el aire estaba cargado. No por el clima, sino por lo que estaba a punto de romperse.
Minho estaba sentado tras su escritorio de madera negra, tallado con símbolos que solo él entendía. Frente a él, Jisung permanecía de pie, con las manos en los bolsillos, como si no supiera si estaba allí como amigo, enemigo o algo más complejo.
Ryujin no estaba presente. Pero su ausencia llenaba la habitación.
—¿Desde cuándo? —preguntó Minho, sin levantar la mirada.
Jisung no respondió de inmediato. Sabía que esa pregunta no era simple. No se refería a tiempo, sino a traición.
—No sé qué quieres que te diga —respondió finalmente, con voz baja pero firme.
Minho levantó la vista. Sus ojos no mostraban ira. Mostraban decepción. Y eso dolía más.
—Desde cuándo la miras como si fuera tuya. Desde cuándo crees que puedes tocar lo que me pertenece.
Jisung frunció el ceño.
—Ella no te pertenece, Minho. Nadie pertenece a nadie.
Minho se levantó. Su movimiento fue lento, como el de un depredador que no necesita correr para matar.
—¿Y tú eres el filósofo ahora? ¿El salvador de almas rotas? No me vengas con moralidades, Jisung. Tú y yo sabemos lo que somos.
—Sí —dijo Jisung, dando un paso adelante—. Somos monstruos. Pero yo aún sé cuándo detenerme. Tú no.
Minho caminó hacia la ventana, observando la lluvia golpear el cristal. Su voz se volvió más baja, más peligrosa.
—Ella era mía. No por amor. No por deseo. Era mía porque yo la elegí. Porque en este mundo, elegir es poder. Y tú... tú me la estás quitando.
Editado: 26.07.2025