La base estaba sumida en un silencio táctico. No por miedo, sino por cálculo. Bajo los muros corroídos de una fábrica abandonada, oculta tras rutas olvidadas por los mapas oficiales, Jisung tejía su último movimiento. El lugar no tenía nombre ni registros. Solo propósito.
Las pantallas frente a él se actualizaban cada segundo: una cuenta congelada en Suiza, una red de distribución saboteada en Busan, otro mensaje en clave que confirmaba la pérdida de un hombre de confianza. Minho estaba cortando cada hilo con una precisión fría.
Jisung apretó los puños. No por rabia ciega. Por dolor contenido. Cada nombre caído era una herida, pero ninguna como la amenaza que pesaba sobre Ryujin.
Sobre su escritorio metálico, los planos de la mansión estaban marcados en rojo. Eran dibujos imperfectos con anotaciones al margen: "guardia rota", "cambio de turno", "ventana de escape". Todo armado por fragmentos de información recopilada durante semanas por su red cada vez más reducida.
—Hora de la verdad —murmuró mientras deslizaba un compartimento secreto debajo del escritorio.
Allí estaba: una caja de madera antigua, ennegrecida por el tiempo y el uso. No tenía cerradura, porque nunca había necesitado una. Jisung la abrió con delicadeza, como si tocara una reliquia.
Dentro, todo estaba envuelto en telas suaves, cuidadosamente dobladas. Había un lazo morado que su hermanita usaba para sus peinados desordenados, un dibujo infantil donde él aparecía como un "héroe con capa", y una figurita de cristal en forma de estrella que ella le había regalado antes de desaparecer durante los primeros conflictos del Este. Su hermana era más que un recuerdo. Era la razón por la que Jisung nunca cruzaba la línea de sangre sin causa.
Tomó la figurita, la sostuvo bajo la tenue luz amarilla del lugar. Su reflejo temblaba.
—Cada vida que protejo es por ella —dijo sin que nadie lo escuchara—. Ryujin no será otra pérdida que tenga que encerrar en esta caja.
—Minho destruye porque cree que eso lo hace fuerte —susurró mientras ajustaba los clips de su equipo—. Yo no quiero destruirlo. Quiero que Ryujin vea que puede existir fuera de él.
Se levantó y caminó hacia el centro de operaciones. Las luces parpadearon. El equipo pequeño que quedaba lo observó con respeto y una mezcla de temor. Ellos sabían lo que implicaba esa misión. Sabían que no todos regresarían. Pero también sabían que Jisung no buscaría gloria. Solo justicia.
Desde otra sala, se activó el dron de reconocimiento. Su imagen mostró la mansión desde el aire. Por un instante, Ryujin apareció entre las cortinas, leyendo algo escrito en lápiz sobre la pared.
Jisung sonrió. No era una sonrisa de victoria. Era un destello de propósito.
Mientras tanto con Ryujin
La habitación había cambiado. Ya no era el santuario dorado donde Ryujin alguna vez imaginó tener paz. Ahora era un teatro de control, frío como los ojos de quien la observaba.
Minho caminaba en círculos. No gritaba. Su rabia era la más peligrosa: silenciosa, cortante. En su mirada había algo roto, algo que no buscaba respuestas, sino castigo.
Ryujin, aún vestida con el mismo atuendo de la mañana, estaba sentada contra una columna de mármol, con los brazos atados detrás de ella. La cadena no era metálica, pero dolía igual. Era de palabras, de memoria, de culpa sembrada a la fuerza.
—¿Así me pagas lo que te he dado? —dijo Minho al fin, acercándose con pasos pesados—. Te saqué de la miseria, te di un nombre, un futuro. Y tú... ¿corres con él?
Ryujin levantó la vista. Su rostro tenía marcas, pero lo que más dolía era lo invisible: el peso de ser reducida a un símbolo, a una posesión.
—Nunca fui tuya —susurró.
Minho se agachó frente a ella. La tomó del mentón. No con ternura. Con arrogancia.
—Eres lo único que me justifica. Sin ti, no soy nada. ¿Lo entiendes? ¡Nada!
Ryujin respiró hondo. Su cuerpo temblaba, pero no por miedo. Por rabia. Por impotencia.
—Entonces eres el que está encadenado. No yo.
Minho retrocedió. Como si esa frase lo hubiese golpeado más que cualquier arma. Se giró y, en un arranque de ira, rompió una figura de cristal que estaba sobre la repisa. Era el columpio que ella adoraba. La pieza que Jisung le regaló cuando aún eran niños.
El sonido de la ruptura la hizo cerrarse sobre sí misma. No por el objeto. Por lo que significaba.
—¿Crees que él vendrá por ti? —dijo Minho entre carcajadas sin alma—. Lo estoy desarmando pieza por pieza. Su dinero, sus aliados, sus recuerdos. Cuando acabe, no quedará ni la sombra de lo que fue.
Ryujin sintió la cadena cortarle la piel en las muñecas. Pero el dolor físico era nada en comparación con lo que pesaba en su corazón.
Sus muñecas estaban marcadas. No por joyas, sino por la presión de cuerdas demasiado apretadas, encajadas por los guardias que Minho ordenaba con precisión militar. La última visita había sido la más brutal. No se hablaba. No se advertía. Solo entraban, ejecutaban, salían. Dejaban tras de sí el eco de sus botas y el cuerpo de Ryujin, temblando.
Uno de los moretones alcanzaba el costado de su rostro. Otro se extendía por la clavícula, oculto bajo una blusa que ya no servía de escudo. Respirar dolía. Pero más dolía entender que Minho no lo hacía por castigo. Lo hacía por posesión.
El día que mandó a sus guardias fue el día que aceptó, en silencio, que estaba perdiéndola. No ante Jisung. Sino ante su propia ceguera.
—¿Quieres que él te salve? —le había dicho horas antes, en su única aparición desde el último ataque—. Que te saque como si fueras su princesa. No eres nada sin mí, ¿entiendes?
Ryujin no respondió. No porque estuviera vencida. Sino porque sabía que hablar le quitaría la poca fuerza que le quedaba.
Su cuerpo estaba roto. Pero su mente comenzaba a reconstruirse entre grietas. Mientras observaba una gota de sangre secarse junto a la palabra "columpio" escrita en la pared, recordó aquella promesa infantil con Jisung: "Nunca estarás sola."
Editado: 26.07.2025