El resultado genético ardía como fuego dentro de su chaqueta. No necesitaba otra prueba. Ryujin era su hermana. Y estaba en manos de un hombre que ya no distinguía amor, poder o cordura.
Jisung entró al centro de operaciones como una tormenta. Arrojó sobre la mesa el mapa del terreno abandonado que Minho había elegido como su último bastión. Era un lugar maldito: sin electricidad, sin señal, lleno de estructuras medio derrumbadas por viejas explosiones. Un cementerio perfecto para el alma de Minho… y una trampa para Ryujin.
—No hay tiempo —dijo Jisung, su voz seca pero templada por la furia—. Lo va a hacer. Va a acabar con ella si no llegamos primero.
Dami se levantó de inmediato. Hyuk apretó las llaves del vehículo sin preguntar. Taehwan comenzó a bloquear las señales que Minho usaba para monitorear los alrededores. Jisung ya no era el estratega frío. Era el hermano mayor en pie de guerra.
Sobre la mesa, marcó una ruta directa: sin rodeos, sin cobertura completa. Solo velocidad. Lo llamaron “Operación Lazo”. Porque no se trataba de batalla. Se trataba de recuperar lo que nunca debió perder.
En el terreno de Daesan, el aire olía a polvo viejo y metal oxidado. Minho se movía entre escombros como si buscara una tumba adecuada. Sus guardias no lo miraban directamente. Todos sentían que algo ya había terminado dentro de él.
Ryujin estaba atada a un pilar en el centro del santuario. El suelo bajo ella estaba cubierto de tierra seca, y su cuerpo mostraba signos claros de maltrato: sangre en los labios, marcas alrededor de los brazos, un vendaje mal puesto en el tobillo.
Minho la miraba sin hablar. A veces reía. A veces lloraba. Y a veces murmuraba frases desconectadas de la realidad:
—¿Por qué sigues mirándome así? No eres tú. No puedes ser tú. Tú me traicionaste.
Ryujin, débil pero firme, solo dijo:
—Si me matas… nunca sabrás por qué todo te dolió tanto.
Esas palabras lo detuvieron por segundos. Pero luego volvió a golpear el suelo con un tubo metálico, como si luchara con sus propios demonios.
Con sólo tres hombres a su lado y una mochila al hombro, Han descendió por la colina que llevaba al terreno. En sus manos tenía las pruebas de ADN, protegidas como si fueran manuscritos sagrados.
Había grabado algo más: la voz de Ryujin de niña, riendo con su hermano. Fragmentos extraídos de cintas familiares que Jisung aún conservaba. Un fragmento en particular era su amuleto:
> “¡No me sueltes, Jisung! ¡Prometiste que no me ibas a soltar!”
Han se acercaba con cautela. No llevaba armas. No llevaba escudos. Solo la verdad. Lo único que podía evitar un disparo. Lo único que podía apagar el fuego que se acercaba desde ambos bandos.
Era ahora o nunca...
Los vehículos de Jisung aparecieron por la entrada este. Aceleraron sin detenerse, rompiendo el polvo en ráfagas. Jisung saltó del primero, con la pistola en mano y los papeles en el pecho. Dami lo siguió con el equipo médico. Hyuk tomó posición cerca del punto de evacuación. Taehwan mantenía las comunicaciones abiertas desde la colina.
Todos alertas en cada posición qué se planeó anteriormente, Jisung tomo su propia arma por precaución. Tenía sentimientos encontrados, el papel con los resultados ardía en su mano, se moría de ganas de abrazar a su pequeña y pedirle perdón por haberla abandonado.
Comenzó la búsqueda por aquel terreno, cementerio desolado y abandonado, con sigilo iba por cada camino rebuscando aquella cabellera tan familiar.
No podía creer en los términos a los qué habían llegado, antes de saber qué Ryujin era su hermana, Minho era su hermano de otra madre. Y por más enojado qué se encuentre con él, no podría hacerle daño.
Jisung se deslizó por las pequeñas colinas, con su pistola en mano, siempre alerta. Llegó a una pequeña capilla algo desgastada, sin hacer algún ruido se acerco a la puerta, dónde claramente se escuchaba la voz de Minho discutiendo con la chica bastante herida.
Por el auricular ordenó a sus hombres qué le cubrieran y a otros qué lo acompañara.
Han entró primero. Minho lo vio. Le apuntó. Gritó.
—¡Tú también me traicionaste! ¡Todos lo hicieron!
Han levantó la grabadora. Presionó “play”. Y el santuario se llenó con la voz inocente de una niña.
(Ryujin, 5 años):
> “¡Jisung, no corras tan rápido! Mis piernas chiquitas no te alcanzan.”
> (Risas suaves, sonido de pasos en grava)
> “Mira el columpio... sigue teniendo la cuerda morada. Dijiste que nunca se iba a romper, ¿te acuerdas?”
> (Pausa breve. Viento entre árboles)
> “¿Prometes que no me vas a soltar? Ni si llueve. Ni si hay guerra. Ni si el mundo se pone feo.”
> (Suspiro de niño)
> “Porque tú eres mi héroe con capa… aunque no tengas una. ¿Me prometes?”
> (Voz de Jisung, bajita: “Te lo prometo.”)
> “Entonces no voy a tener miedo. Nunca.”
El silencio fué ensordecedor, mientras Ryujin quedaba en shock y aliviada, Minho no podía creer lo escuchaba.
El sonido metálico de los pasos sobre grava anunciaba la llegada. Él caminaba al frente, con el corazón latiendo entre furia y redención. Llegaron los refuerzos a tratar de sacar a Ryujin de allí.
Ryujin, aunque débil, ya estaba en pie, apoyada por Dami. Su mirada se mantenía firme. Sabía que algo iba a pasar. El silencio no era paz: era la antesala de una tormenta.
Minho emergió desde las sombras del templo derruido, con un arma en la mano y los ojos encendidos por una rabia que ya no parecía humana.
—¡No la vas a tocar! —rugió, apuntando directamente a Jisung.
Jisung dio un paso al frente sin soltar el sobre. No levantó el arma. No aún.
—No vine a robarla —respondió—. Vine a devolverle lo que tú le quitaste: la libertad… y su nombre.
Minho apretó los dientes.
—Tú destruiste todo. Mi reputación. Mi vida. ¡Ella me pertenecía!
Jisung levantó el sobre con la prueba de ADN.
Editado: 26.07.2025