Engaño de Lazos

04

Las ruinas de la zona sur aún ardían por los incendios provocados tras el último bombardeo. Era de noche, pero el cielo estaba gris, como si el humo hubiese robado todas las estrellas. La tierra temblaba bajo botas sin nombre, y entre los escombros del distrito 9, dos niños se encontraron.

Jisung tenía doce. Sentado contra una columna destruida, cubierto de hollín, con los labios partidos y los ojos quemados de tanto llorar. Sostenía un dibujo arrugado: él y una niña con lazo morado. Ryujin.

Habían pasado 4 años desde ese día, donde el mismo la soltó, y desde ese entonces vagó solito por las calles.

—¿Dónde estás…? —repetía en susurros—. Prometí que no te soltaría…

Minho tenía trece. Su ropa estaba empapada en sangre. No de enemigos. De sus padres. En un acto de desesperación, durante una pelea doméstica que escaló a lo inhumano, Minho había perdido el control. Ellos lo atacaron. Él se defendió. Lo hizo con un cuchillo. Y luego… ya no hubo familia.

Era pequeño, pero su mirada ya no era de niño. Era de alguien que había aprendido a callar… demasiado.

Su padre golpeaba la mesa por quinta vez esa noche. Las botellas vacías giraban entre platos sin tocar. Su madre apenas se sostenía, murmurando frases confusas, como si debatiera con fantasmas. Minho solo miraba desde la escalera. En su mano, una figura de papel doblada: el único recuerdo de infancia que aún conservaba.

—¡Eres inútil! —gritó su padre—. ¡No eres nada! ¡Y jamás vas a serlo!

Su madre le lanzó una bandeja. No apuntó al cuerpo, sino al rostro. El metal cortó su ceja. Sangró. En silencio.

Minho se levantó. Caminó hacia la cocina. Abrió el cajón.

La rabia no era impulsiva. Era acumulada. Era un río contenido por años, que esa noche, rompió el dique.

Tomó el cuchillo.

Volvió al comedor.

No hubo palabras. Solo pasos. Solo respiración.

Su padre se levantó primero. Pero estaba borracho. Intentó golpearlo. Minho esquivó. El cuchillo se hundió en el abdomen.

Su madre gritó. Minho la miró. No con odio. Con vacío. Ella tomó un objeto. Intentó atacarlo.

Él volvió a lanzar. Ella cayó.

Silencio.

Minho retrocedió. Sus manos temblaban. El cuchillo cayó al suelo.

Respiró. Luego vomitó.

Durante minutos, el sonido del reloj fue lo único que se escuchó.

Luego, las sirenas.

Sin pensar, Minho recogió la figura de papel, una mochila con pocas cosas y salió por la puerta trasera. No corrió. Caminó como si flotara. Como si la tierra ya no lo recibiera como hijo.

Durante horas, vagó por calles sin nombre, túneles olvidados, muros llenos de humedad.

Se detuvo bajo un puente industrial, y allí —entre cajas mojadas y un columpio oxidado— vio a otro niño llorando. Jisung.

Lo encontró por casualidad. Jisung lloraba tan fuerte que rompía el silencio de la madrugada.

Minho no dijo nada al principio. Se sentó a unos metros. Solo observó.

Pasaron minutos, quizá una hora. Hasta que Jisung lo notó y preguntó:

—¿Te perdiste también?

Minho bajó la mirada.

—No me perdí. Me fui.

Jisung se limpió la nariz con la manga sucia. Tenía la voz quebrada.

—Yo… solté a mi hermanita. Entre los camiones. Entre las bombas. Ella gritaba mi nombre…

Minho cerró los ojos. El corazón le ardía. Quizá por primera vez.

—Yo maté a mis padres.

Silencio. Pesado. Sincero.

Ambos eran niños. Pero el mundo los había envejecido en una noche.

Jisung respiró hondo. Se acercó, sin miedo.

—Entonces somos lo mismo. Rotos.

Minho levantó la cabeza. Y dijo algo que marcaría a Jisung para siempre:

—Si nadie nos quiere, entonces vamos a construir algo que nadie pueda ignorar. Algo que nos escuche. Que nos tema.

—Vamos a convertir el dolor… en poder.

Jisung no respondió. Solo le dio el dibujo arrugado.

Minho lo guardó sin preguntar.

Durante los siguientes años, ambos vagaron entre orfanatos ilegales, redes de contrabando y rincones olvidados del sistema. A cada paso, la empatía se convertía en estrategia. El hambre se volvía inteligencia. Y el llanto en negociaciones.

Fundaron su primer red en el mercado negro a los 16. Eran conocidos como “los espectros.” Nadie sabía sus nombres, pero todos sabían que venían de ruinas.

Minho era el cerebro comercial. Frío. Calculador.

Jisung era el vínculo emocional. El negociador. El que sabía cuándo retirarse… pero también cuándo romper.

La grieta comenzó allí. Cuando Jisung hablaba de encontrar a Ryujin, Minho hablaba de construir símbolos. Cuando Jisung hablaba de redención, Minho hablaba de control.

Pero en el fondo, todo comenzó en aquella noche, donde un niño sangriento y un niño lloroso compartieron algo más que un rincón. Compartieron el deseo de no volver a ser ignorados.

Quién diría, qué en un futuro ambos en un final trágico, volverían a reencontrarse.

La sala de emergencias improvisada se inundaba con ecos de respiración contenida y pasos nerviosos. Jisung yacía en una camilla metálica, el filo del cuchillo aún retumbando en su abdomen como una sentencia silenciosa. El equipo médico trabajaba frenéticamente, pero lo sabían desde el momento que lo subieron al vehículo: el puñal había alcanzado tejido vital. Y había llegado demasiado tarde.

Ryujin se negaba a soltarle la mano. El cuerpo de Jisung estaba frío. No aún por muerte, sino por el colapso inevitable que se acercaba. Los monitores marcaban una presión descendente. Dami intentó llamar refuerzos.

“Prométeme que no me vas a soltar…”

Las últimas palabras de Jisung fueron casi inaudibles. Ryujin se acercó hasta que su frente tocó la de él. Él sonrió, con los labios apenas visibles tras el vendaje.

—Esta vez… te encontré.

Un pitido agudo y sostenido llenó la sala.

Ryujin no lloró. Se quedó en silencio. En shock. Su hermano, su única certeza, su rescate… había cumplido su promesa. No la soltó. Aunque el precio fue su vida.




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