El mundo es un lugar gris. No porque el cielo esté cubierto de nubes o porque la lluvia arrastre los colores de la ciudad, sino porque todo parece desvanecerse en una monotonía insoportable. Cada día es igual al anterior. La gente se levanta, respira, camina, trabaja, sonríe por obligación y luego se desvanece en la misma rutina de siempre. Como piezas en una maquinaria infinita, moviéndose sin cuestionar por qué.
Y yo estoy aquí, pero no pertenezco. Me muevo entre ellos, pero no soy parte de nada. No importa cuántas veces intente forzar una sonrisa o fingir que entiendo las reglas de este juego, siempre termino chocando contra un muro invisible que me recuerda lo ajeno que soy. No encajo en sus conversaciones triviales ni en sus risas sin alma. Escucho sus palabras, pero suenan huecas, como ecos de algo que alguna vez tuvo significado pero que ahora solo es un ruido de fondo.
Los días pasan sin dejar rastro. Cada amanecer se siente igual al anterior, cada atardecer trae consigo la misma sombra de vacío. Las noches son aún peores. No porque duela estar solo, sino porque en el silencio absoluto me doy cuenta de que nadie se daría cuenta si desapareciera. No hay mensajes esperando ser respondidos, ni voces preocupadas al otro lado de una línea inexistente. Solo el zumbido de la electricidad, el parpadeo de una lámpara en la calle, el sonido de mi propia respiración llenando un espacio demasiado grande para una sola persona.
A veces camino por la ciudad sin rumbo. Me pierdo entre las multitudes, observando rostros que nunca volveré a ver. Me pregunto si ellos también se sienten así, si bajo sus sonrisas ensayadas ocultan el mismo vacío que carcome mi interior. Pero la verdad es que no importa. Cada uno sigue su camino, atrapado en su propia historia, sin espacio para los que nos quedamos al margen.
El mundo avanza, y yo sigo aquí, inmóvil en medio de todo. Es un ciclo sin fin, una repetición infinita de días sin significado. No hay nada que esperar, nada que ansiar. Solo el peso del tiempo cayendo sobre mí como una losa.
Dicen que la soledad es una elección, que basta con abrirse, con hablar, con buscar. Pero qué pasa cuando no hay nadie al otro lado dispuesto a escuchar. Qué pasa cuando cada intento de conectar es como gritar en un abismo que no devuelve eco. Qué pasa cuando la única compañía es el reflejo en un espejo que ni siquiera parece propio.
Es un frío que no se siente en la piel, sino en los huesos. En la mente. En el alma, si es que queda algo de ella. Un silencio que grita más fuerte que cualquier palabra.
Y así sigue el mundo, girando sin mí, mientras yo me desvanezco en él.