Quise ser feliz, pero la felicidad siempre parecía estar en otro lugar, en otro momento, en otro estado que no era el mío. La veía en las caras de quienes pasaban por mi vida, en las historias que contaban los libros, en los sueños que tejía al caer la noche. Parecía algo tan sencillo, tan natural, como el aire o la luz, pero para mí era un enigma, un espejismo que se desvanecía al intentar tocarlo.
Quise ser feliz, pero la vida me enseñó que la felicidad no se regala, ni se encuentra en los caminos más transitados. La busqué en las cosas que brillaban: en las palabras dulces de los demás, en los logros que deberían haberme llenado de orgullo, en los momentos que creí que eran definitivos. Pero con cada paso, la sentía más lejana, como una melodía que se pierde en el viento.
“La felicidad es como esas palomas de campo: cuanto más las persigues, más se alejan de ti”, escribió Julio Ramón Ribeyro, y en esas palabras descubrí algo que no había entendido antes. Tal vez la felicidad no es algo que se persigue, sino algo que llega cuando menos lo esperas, como un regalo inesperado, como un amanecer después de una noche larga.
Quise ser feliz, pero el tiempo fue pasando, llevándose consigo algunas de mis ilusiones y dejando en su lugar una melancolía serena. No era una tristeza profunda, sino una especie de resignación dulce, como aceptar que no siempre se puede tener lo que se desea. Aprendí a caminar en esa calma, a sostener la vida entre las manos aunque no brillara como había imaginado.
Quise ser feliz, pero me encontré con algo más complejo: momentos de alegría fugaz, instantes que parecían eternos mientras duraban, pero que se desvanecían como una estrella al amanecer. Aprendí a atesorarlos, a guardarlos en el rincón más profundo de mi memoria, para recordarlos cuando los días se volvieran grises.
Hoy entiendo que la felicidad no es un estado continuo, ni una meta que alcanzas para siempre. Es más bien como el vuelo de un pájaro: aparece y desaparece, dejando tras de sí un rastro de esperanza. Y aunque nunca la he sostenido por completo, he aprendido a reconocer su paso, a sentir su presencia, aunque sea por un instante.
“La alegría no está en las cosas; está en nosotros”, escribió Richard Wagner, y tal vez tenía razón. Tal vez no se trata de encontrar algo externo, sino de abrir los ojos a lo que ya está aquí, a lo que hemos sido, a lo que todavía podemos ser.
Quise ser feliz, y aunque no lo logré del todo, en el intento descubrí algo más valioso: la belleza de seguir buscando, de no rendirme, de aprender a mirar la vida con un poco más de ternura, incluso en sus días más oscuros.