El cielo parecía estar triste, aunque el mar estaba más furioso que nunca. Las olas chocaban contra las rocas y el montículo de arena, debajo del cual había sido enterrado el sabio doctor, pronto sería profanado por ellas. Las cincuenta personas que acompañaron el desfile fúnebre volvieron a la aldea. Con rostros entristecidos entraron a sus chozas, preparándose para retomar su vida cotidiana. El líder de la Aldea, un hombre fornido y de adustos rasgos llamó al grupo de jóvenes que los seguían como bandada de pequeños cuervos, entre ellos estaba su hijo mayor y su hija menor, los cobijó bajo sus brazos y se los llevó. Los demás padres, siguiendo el ejemplo e hicieron lo mismo.
Las antorchas fueron encendidas por los centinelas, pronto iba a oscurecer y ya estaban tomando su guardia. La anciana Caima se levantó a rastras de su cama, levantó la cortina que le servía como puerta y llamó a su nieta. Lastimosamente, sus gritos eran opacos y sin fuerza, todo debido a su terminal condición. Nadie vino a socorrerla, y aún de verla no habrían venido en su ayuda, debido a que ella representaba lo más bajo de su pequeña “sociedad”.
Su nieta aún seguía en la playa, estaba llorando al lado de la arena escarbada. Abrazada por sus propios brazos gemía como si no hubiera un mañana. El que había muerto no era solo el doctor para ella, él era su salvador y su persona amada.
No decía ninguna palabra por más que deseara, se sentía avergonzada de sus sentimientos. Por más bueno que el doctor allá sido en vida con ella, seguía siendo inferior a él. No merecía amarlo, ni siquiera acompañarlo en su reposo, pero ella lo no podía evitarlo. La aldea entera estaba en contra de que los dos sabios doctores se encargaran de la salud de Caima; sin embargo, la benevolencia y amabilidad del sabio doctor Milian era suprema, siempre brindándole una sonrisa y siempre dándoles regalos. ¿Por qué no brindarle mi compañía ahora que nadie me puede echar de su lado?, pensaba.
Su cuerpo ya estaba adormecido por haber estado sumida en la misma posición por dos horas, el viento soplaba fuerte y el sol ya se había ocultado tras el horizonte. Por fin, salió de ese profundo estado de aturdimiento, centrando todos sus pensamientos en su abuela. Se levantó y dio la espalda a la tumba, se limpió la última lágrima que se deslizó por su mejilla y se fue.
En media hora llegó a la aldea, solo estaban los centinelas transitando por los senderos. Saccani llegó a su hogar oscuro y al deslizar la cortina encontró a su abuela en el suelo; situaciones como estas se repetían a menudo, pero la terca abuela Caima se preocupaba por su última nieta y no podía reprimir su impulso de salir a protegerla, aunque no podía hacer nada por ella.
En silencio, Saccani le ayudó a levantarse, la abuela comenzó a regañarla por llegar tarde, pero una vez que Saccani la arrimó y acomodó sobre la paja en el suelo, ésta se quedó dormida. Luego, Saccani se levantó y encendió una pequeña antorcha a base de trapos viejos que provocaban un horrible olor a ropa quemada. Acostumbradas a ese olor, no se incomodaban en absoluto. Por último, la muchacha cogió una pequeña cacerola y salió del lugar.
Para llegar a la casa de los sabios doctores, Saccani tenía que atravesar a hurtadillas la casa del jefe de la Aldea. Era una tarea diaria y había adquirido agilidad para salir y entrar sin siquiera emitir un hálito de cansancio. Se detuvo en el sendero de la puerta, escondiéndose detrás de tres troncos de árboles recién cortados, vio que la esposa del líder, acompañada de sus hijos aún se encontraba en las habitaciones del único doctor que ahora quedaba. Vio a fuerza que su única opción era esperar que se fueran, esperar entre la brisa fresca de una noche triste, pensando que ya jamás sería recibida por la sonrisa del sabio doctor.
Después pocos minutos, la familia abandonó la casa. Saccani esperó cinco minutos, y cuando ya no vio sombras de la familia del jefe, cruzó la puerta del sabio doctor que se había quedado entreabierta.
Un hombre de blanca túnica y pecho descubierto estaba sentado sobre una silla de madera tallada finamente, sus largos cabellos caían sobre sus brazos y su mano reposaba en su mentón, su expresión corporal denotaba aburrimiento.
Saccani pensaba que no habría persona más triste que el hermano del sabio doctor Milian, pero este estaba más afable e irritado que nunca. La muchacha no tenía mucha interacción con el hermano de Milian. Si bien se parecían, Amenotar tenía una mirada fría y a veces despiadada, por eso Saccani le rehuía, pero antes de morir Milian le había rogado que no abandone las visitas a su casa, porque siempre encontraría un plato para comer. Y era cierto, en la aldea el único que le brindaba esa gran ayuda era él.
Amenotar vio el tazón en las manos de Saccani. Ella titubeó y trató de esconderlo detrás de su espalda. Su rostro era serio, pero su apariencia era lastimosa.