CAPÍTULO 1
FARAH
Yo solía vivir en una hermosa cabaña en la cima de una alta y poderosa montaña, donde podía plantar hortalizas que mi familia y yo vendíamos en el mercado del pueblo, teníamos una vida increíble… llena de amor y tranquilidad.
Mi madre y mi padre llevaban casados más de veinticinco años y la vida no podía dejar de darles sorpresas, yo fui una de ellas, con mis apenas 18 años había llenado su vida de rutilantes recuerdos que jamás saldrían de sus memorias, aunque Dios no permitió que mis padres tuviesen más hijos, me gustaba creer que era todo lo que necesitaban.
Yo soy una muchacha pequeña y morena, de cabellos oscuros, largos y rizados, de labios rojos y gruesos, de ojos marrones y mirada perdida… mamá decía que debía tenerla así porque nací soñando, ella me cuenta que nací callada, como si hubiera estado dormida… como si hubiese estado en otro lugar, en fin, tal vez es verdad… me agrada pensar que lo es.
La mañana del día en el que todo comenzó, me había levantado como de costumbre con el primer rayo del sol que penetraba mi ventana, estiré los huesos como siempre, froté mis ojos para forzarlos a abrirse y a duras penas bajé de la cama. Tenía el cabello todo enredado y por toda la cara, sonreí al mirarme en el espejo, pero en el suelo encontré algo que no estaba ahí la noche anterior, una flor… marchita y sin brillo, me encogí de hombros y decidí que Vino, el perrito de la familia, la había traído al cuarto en la noche mientras dormía.
Recuerdo también que ese día, bajé ya vestida y aseada a tomar el desayuno junto a mis padres, como cada mañana, un tazón de leche tibia y pan que mamá horneaba en la madrugada para salir a vender, siempre hacía tres demás para el desayuno, todo iba normal y a la perfección.
Cumplí con mis tareas en la huerta y me fui casi corriendo al pueblo, había muchas cosas que quería ver… ese día llegaban telas árabes al mercado, que era un gran centro de comercio, también llegaban joyas… pero mi mayor tesoro… ese día llegaban a la librería del pueblo… ¡LIBROS! Corrí al muelle a ver como se bajaban las cajas de toda la mercadería y en el fondo estaba el Señor Dimitrov, un gran hombre ruso que se paseaba en barco por los mares, había huido de Rusia tras la revolución, él cuenta que el rumbo que su patria tomaba no era el rumbo que él deseaba seguir, aunque según yo, era un desertor. De cualquier manera el señor Dimitrov viajaba por todos los mares y océanos recogiendo a su paso conocimiento, de todas las culturas… Me cuenta que conoce América, yo nunca he viajado a América, él dice que es un lugar precioso… Dice que antes de que España llegara a poseerla, estaba poblada por culturas poderosas, por imperios gigantes, él me dice que rompimos el equilibrio al aventurarnos a esas Tierras, yo no lo sé… Tal vez las cosas deben seguir un rumbo a pesar de nuestras objeciones.
Yo conocí al señor Dimitrov cuando tenía 13 años, me aventuré a los muelles sin permiso alguno de mis padres, quería ver qué era aquello que bajaba siempre de los barcos, fue cuando lo vi, un hombre alto y muy elegante, vestido como si fuese un inglés, tenía una taza de té en la mano derecha y como toda pequeña me le quedé viendo sin vergüenza alguna.
Yo vivía en un lugar que aún sufría las consecuencias de la guerra, esa que se dio en 1914, vivíamos tiempos muy duros, el Señor Dimitrov fue como mi hada madrina, de esas que te arreglan la vida con una movida de sus varitas mágicas, pues me había traído una fuente de magia ilimitada… una fuente de esperanza sin ningún final: literatura.
El señor Dimitrov me regaló mi primer libro mágico, lo leí con dificultad, pero con la práctica se me fue haciendo mucho más sencillo. Aunque al muelle llegaban barcos muy seguido, el señor Dimitrov solo llegaba dos veces al año, una en las fiestas de fin de año y la otra a mediados del año nuevo, yo iba a esperarlo cada ocasión, esperando que me contara sus aventuras, historias de la Rusia en la que sollía vivir y el infierno en el que se convirtió, también me contaba sus vivencias en Italia, él decía que conocía a los grandes filósofos de la época, que tomaba el té con ellos… Ni él se lo creía, pero me parece que a ambos nos gustaba imaginar que todo aquello era real, ¿A quién no? También en cada una de sus llegadas me traía libros, me había traído cada vez más desde que lo conocí y ese año no fue la excepción, me había traído todo un baúl lleno de historias.