Enredo viral

4. Un "mi amor" y otros enredos

Era demasiado obvio.

De todos los presentes, él era el único, además de El Alquimista, que estaba rodeado de personas que deseaban tener una conversación con él.

Vestía un traje negro impecable, corbatín y camisa blanca. El corte se ajustaba justo donde debía, resaltando su porte. Su cabello oscuro enmarcaba su rostro, cayendo hasta la nuca y rozando sus orejas.

Parecía un pez en su propio océano, sonriendo y conversando como toda una celebridad.

—No estoy del todo de acuerdo con que te escondas detrás de alguien —dijo Elliot a mi lado—, pero sí... creo que esa sería la mejor opción.

Negué varias veces con la cabeza, volteando a verlo.

—No podría. ¿Cómo...?

—"Hola" —interrumpió, imitando una voz más aguda—. Solo necesitas empezar por ahí.

Volví a negar.

—Está rodeado de tantas personas, ¿cómo me pondría atención a mí?

—Oh, vamos —dijo con una sonrisa—. No te dije que le pidieras matrimonio o que saludaras diciéndole "mi amor" o algo así, ¿no? Solo acércate, como todos los demás.

Abrí mi boca para negarme una vez más, pero él ya se estaba despidiendo.

—Ah, lo siento, me llama deber —me dio un par de palmadas en el hombro—. Espero escuchar buenas noticias la próxima vez que nos veamos.

Lo vi alejarse, mientras yo suspiraba y volvía la mirada hacia Sebastián. Sí… era un pez en el mar, no una jirafa que luchaba desesperadamente por no ahogarse... cómo yo.

Dejé la copa en la mesa y me preparé para irme. No había hablado con nadie más que con Elliot, y suficiente era suficiente.

Entonces nuestros ojos se encontraron.

A diferencia de las veces que nos topábamos en los pasillos, esta vez su mirada permaneció fija en la mía. No era buena leyendo las expresiones, pero algo en sus ojos me pareció extraño y su sonrisa parecía más... tensa de lo habitual.

Un empujón me sacó del trance y, cuando me di cuenta, estaba metida en medio de la multitud que lo rodeaba.

Fruncí levemente mi ceño, moviendo mi vista de nuevo a sus ojos... Oh, ahí estaba, de nuevo. Cómo si el gris de sus ojos se tratara de un imán, me continuaba atrayendo a él, como cada persona que a su alrededor.

Apreté mis labios y continúe caminando. Detrás de Sebastián se encontraba la salida, así que apresuré mi paso.

Claro, se me olvidaba un pequeño detalle. Tal vez era porque me mantuve sentada y quieta en un solo lugar durante toda la velada, y mis pies aún no se acostumbraban a los zapatos altos que usaba. Cuando di el paso con tanta rapidez, mi tobillo se dobló tanto que incluso sentí que tocó el suelo.

Caí.

O habría caído, de no ser porque alguien me detuvo con su cuerpo, poniendo sus manos en mis hombros para sostenerme en mi lugar.

El dolor en mi tobillo era tan insoportable que, por un momento, creí que me iba a poner a llorar. Recordar dónde estaba hizo que me mordiera mi labio inferior con fuerza y apretara mi rostro contra la ropa de la persona que estaba frente a mí para que nadie escuchara mi sollozo.

Intenté regular mi respiración tranquilamente, aspirando un aroma profundo de sándalo y cuero, pero pronto me di cuenta de que todo estaba... silencioso. Demasiado silencioso.

Alejé lentamente mi rostro de su pecho, viendo hacia arriba para encontrarme con esos ojos grises que me habían atrapado hacía un momento y entendí, entonces, por qué las personas de nuestro alrededor se habían quedado tan quietas.

Intenté sonreír, sintiendo más de una mirada sobre mí. La conversación con Elliot comenzó a reproducirse en mi cabeza como si se tratara de una pista rayada, como para recordarme que esta era la oportunidad que estaba buscando.

—Lo siento tanto, mi amor.

Dos palabras. Las únicas dos palabras que no debí repetir de todo lo que me dijo Elliot habían salido de mi boca.

El gesto de sorpresa de Sebastián duró apenas un segundo, pero antes de que sus cejas estuvieran lo sufientemente arriba para que cualquiera lo notara, sus labios se curbaron en una sonrisa encantadora y su mano bajó hasta mi cintura, acercándome más.

—No tienes por qué disculparte, cariño —dijo con una voz tan dulce que resultaba sospechosa—. ¿Estás bien? ¿No te lastimaste?

Abrí la boca, pero no salió ningún sonido. Él me ayudaba a mantenerme en pie, pero mi estabilidad mental se había esfumado.

Fue entonces cuando su mirada se posó en mi boca. Una sonrisa aún más tierna se dibujó en su rostro, y ante mis ojos y los de todos los presentes, alzó la mano con naturalidad. Con la yema de su pulgar, me limpió suavemente la comisura de los labios.

Vi el rastro de betún blanco en su piel, mientras mis mejillas ardieron más que el tobillo.

—Estabas un poco manchada, cielo —murmuró, en un tono que era casi un arrullo—. ¿Disfrutaste del postre?

Un susurro colectivo, una mezcla de «aww» y asombro, recorrió el círculo de personas. Yo, por mi parte, me petrifiqué. El contacto fue rápido, íntimo, y tan inesperado que borró por completo cualquier pensamiento de mi mente. ¿Acababa de…? ¿Delante de todos?




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