Enredo viral

16. El arete enredado (y otras complicaciones)

Me descubrí sonriendo mientras escuchaba, por tercera o cuarta vez, el audio que Sebastián me había enviado.

Era una melodía sencilla, no demasiado elaborada, pero esa simplicidad era justo lo que la hacía sonar tan refrescante. La tocaba con una guitarra y, si cerraba los ojos, podía imaginármelo rasgando las cuerdas con calma en su habitación.

Ese pensamiento me recorrió la espalda con un escalofrío tonto que me obligó a sacudir la cabeza y tomar aire. No quería pensar demasiado en Sebastián… y al mismo tiempo, era inevitable.

Metí el teléfono al bolsillo, aún con la sonrisa en los labios, mientras caminaba por los pasillos de la academia camino a El Aforo.

La última vez que vi a Kaspar guardé la entrada sin darme cuenta, cuando intentaba huir de la culpa que sentía. Después de escuchar tantas veces esa melodía, deseaba poder escuchar más. Habría preferido asistir al Micrófono Abierto, pero deseaba darle otra oportunidad.

Por supuesto, continuaba sintiéndome incómoda entre una multitud bulliciosa, pero las presentaciones lo compensaban casi todo.

Pensé en salir antes para evitar la fiesta que continuaba, pero fue un fracaso en cuanto vi que Kaspar apareció detrás de bastidores, haciéndome una seña para que me acerca.

Lo saludé con una mano, resignándome, y caminé hacia donde me indicaba. Kaspar estaba radiante, con el rostro ligeramente sudado y el cabello despeinado de tanto moverse en el escenario. Había sido una buena presentación, y lo sabía.

—¡Sabía que vendrías! —exclamó apenas estuve cerca, con una sonrisa que le iluminó los ojos—. ¿Viste cómo reaccionó la gente? ¡Hasta pedían otra!

Asentí, con una pequeña sonrisa.

—Lo hiciste muy bien. Se nota cuánto has mejorado desde la última vez.

Kaspar infló el pecho como un niño al que le acababan de dar una medalla.

—¿Verdad? —tomó mi muñeca y comenzó a caminar, llevándome con él—. Pero lo mejor viene ahora.

Solté una risita nerviosa mientras entrábamos al salón en donde fue la última fiesta. El ambiente era más íntimo y tranquilo, todos parecían conocerse bastante bien; aunque había algunas personas más emocionadas que otras.

Entre conversaciones calmadas y otras más eufóricas, me estaba sintiendo cada vez más fuera de lugar aun cuando Kaspar intentaba incluirme en todas. Tener tanta atención sobre mí por largos periodos de tiempo hacía que sintiera que el aire me faltara cada vez más.

Ya comenzaba a sentirme mareada cuando me excusé para ir al sanitario.

Caminé lentamente por el pasillo y al llegar, no tardé en aferrarme al lavamanos. Podía escuchar el sonido de la fiesta amortiguado: el golpe del bajo, risas, pasos, puertas abriéndose. No había muchas chicas en el baño, por suerte, solo un par retocándose el maquillaje.

Me incliné hacia el grifo y abrí el agua fría, mojándome la nuca y las muñecas para obligar a mi cuerpo a tranquilizarse. Respiré profundamente varias veces, cerrando mis ojos mientras pensaba en cómo salir sin que Kaspar me viera.

Tal vez todo era más simple de lo que mi cabeza insistía en complicar: solo tenía que decirle que no me gustaba estar aquí. Seguro cualquier excusa serviría; cansancio, dolor de cabeza, lo que fuera. Él lo entendería.

El plan era perfecto siempre que lograra salir del baño sin llamar la atención. Si me cruzaba con él de nuevo, sonreiría, diría que necesitaba descansar… y me esfumaría. Fácil. O al menos eso quería creer.

Repetí ese discurso mental como un mantra mientras salía del sanitario y me encaminaba hacia el salón. Alcancé a dar apenas un par de pasos cuando una puerta se abrió de golpe a mi lado y una mano fuerte se cerró alrededor de mi muñeca, tirando de mí hacia el interior.

Solté un jadeo ahogado, el corazón trepándome al cuello, hasta que la familiar cabellera negra apareció frente a mí. Fue entonces cuando el olor a desinfectante y una fila de urinarios alineados frente a la pared me hicieron parpadear.

Estábamos en el baño de hombres.

—¿Qué est...?

—Sh. Espera un segundo —murmuró, abriendo la puerta de un cubículo.

El espacio se volvió de repente demasiado pequeño. Cuando Sebastián se giró y nuestros ojos se encontraron, sentí la puerta del cubículo tocarme la espalda al intentar poner distancia. Mi ceño se frunció con confusión.

—¿Estás bien?

La pregunta me tomó completamente desprevenida.

—¿Disculpa?

—No parecías estar bien cuando fuiste al baño —explicó tranquilamente—. ¿Te sientes mal?

Parpadeé. No terminaba de entender lo que estaba pasando.

—Solo necesitaba... un poco de aire —murmuré—. Hablar con muchas personas me drena la energía.

Una sonrisa breve curvó sus labios mientras asentía.

—Lo imaginé. Tenías cara de querer morir ahí afuera.

Lo miré con una mezcla de indignación y desconcierto.

—¿Me encerraste aquí para burlarte de mí?

Él negó con la cabeza sin prisa, como si no buscara poner una excusa a mi repentina acusación.




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