Marie
Me levanto de la cama, disponiéndome a tenderla y, de paso, sacar mi uniforme del colegio.
Mientras lo hago, sonrío ante el último apodo de mi hermano y ese dulce gesto hacia mí, tan característico de él.
Es todo un caballero, como siempre, aunque sabe que no necesita llamarme petite, ese apodo se ha vuelto muy clásico entre él y yo.
Y es que, pese a que yo sea la mayor de los 3 por dos minutos y medio, soy la más bajita, midiendo 1.61.
No es que me queje, supongo que la estatura la heredé de la familia de mi abuela materna.
Los Gaviria son medio bajitos por genética, y de los 3, Ernesto es el más alto, midiendo 1.65, y le sigue Adriana, que mide 1.62.
De todos modos, y aunque creciésemos más en el futuro, sé que para él yo siempre seguiré siendo su pequeña.
Ruedo los ojos, pero sonrío, enternecida ante este último pensamiento.
Tras tender mi cama y sacar mi uniforme —que consiste en una camisa de mangas cortas con cuello de tortuga color blanca con el escudo del Montessori y una falda pantalón color azul marino hasta la rodilla—, dejo todo encima de la misma, y tomo mi toalla para dirigirme al baño.
Genial, por estar jugando olvidé planchar el uniforme...
No importa. No está tan arrugado, o machucado, como diríamos en este hermoso país, y puedo remediarlo planchándolo un poco cuando llegue del colegio.
Antes de ir a bañarme, saco mis zapatos y las medias.
Menos mal que están limpios y, al parecer, por el aroma, recién lavados; no quiero sufrir de pecueca en el colegio, suficiente tengo con los pies apestosos de Ernesto.
Es un chico brillante y todo lo que quieras, pero no se preocupa del olor de sus pies.
Y como juega tanto fútbol, peor...
Ojalá, así como existe el desodorante para las axilas, existiese un desodorante de pies, sería bastante práctico.
Por último, pongo mi móvil a cargar, pues tanto jugar toda la noche dejó mi batería al treinta por ciento. Lo bueno es que carga rápido.
No es el iPhone más moderno, pero a mí me gusta y tiene todo lo que necesito. Además, tiene un año más que yo.
Bueno, solo es un número, pero por alguna razón, yo adoro el número quince, quizás sea debido a la expectativa al saber que los quince años se celebran con una fiesta monumental, y a mí me encanta organizar celebraciones desde chiquita con Adri y mamá.
Mientras preparo la tina para bañarme y así espantar el sueño que ya quiere hacer su aparición después de tantas horas desvelada ante mi móvil, oigo a mis hermanos alistándose.
No puedo evitarlo.
Nuestras habitaciones están una al lado de la otra y aquí uno se puede comunicar a través de las paredes, literalmente.
—¡Ernesto! ¿Dónde está mi rizador? —Oigo a mi hermana, que está en la habitación de al lado.
—En... ¿dónde siempre está? —responde él, y desde aquí se escucha el agua corriendo, proveniente de su baño.
Lo dicho: las paredes tienen oídos.
Bueno, no tan así, pero el hecho es que aquí yo no sé con qué clase de material las hicieron, que hasta las conversaciones en las habitaciones se filtran hacia la mía.
Parece que fueran hechas con cartón o algo así.
No lo sé. Papá dice que tiene que ver con la pintura, o algo por el estilo.
De todos modos, tengo que admitir que la mayoría de las veces es bastante entretenido chismosear, especialmente cuando surgen discusiones tan absurdas como la que ahora tienen mis hermanos.
Mientras me sumerjo en el agua tibia, escucho la conversación entre Adri y Erne:
—¡Siempre dices lo mismo! Estoy segura de que tú lo tomaste sin mi permiso.
—¿Y para qué iba a tomar tu rizador, mademoiselle Orage? —inquiere Ernesto, y puedo imaginármelo frunciendo el ceño.
—Pues... porque... —Adri parece quedarse sin qué decir por un momento; parece, porque enseguida añade—: si hubiera sido Marie, ya me habría dado cuenta.
—¡Oye! ¿Qué tengo que ver yo en este pastel? —me río—. Caro, deja de quejarte tanto. Te prestaré el mío, si es tanta la urgencia.
—De todos modos, ya tienes rizos. ¿Para qué quieres rizarlos todavía más? ¡Tu cabello va a parecer una escoba viviente! Diría mamá, vas a matar a escobazos.
No puedo evitarlo.
Al oír el comentario de mi hermano, me río a carcajadas, tanto que termino sumergiendo la cabeza en el agua, y tragando burbujas por la nariz.
—¡Escoba tu abuelo! —exclama mi hermana, entre irritada y divertida, pero Ernesto ni se inmuta, estando muy ocupado riéndose a costa suya—. Y señorita rizos perfectos —añade, dirigiéndose a mí—, no te preocupes. No hará falta que me lo prestes, ya lo encontré. Gracias, chérie, de todos modos.
—De nada, Darling —respondo, tosiendo algo de agua que entró por mi nariz de tanta risa.
—Y no te tragues el agua, Alice, de lo contrario te quedarás sin qué bañarte —Ernesto suelta otra carcajada, y yo pongo los ojos en blanco.
—Ni que pudiese tragar toda el agua de esta tina, Nesto.
—Podrías intentarlo —me reta—. Sería interesante. Eso sí, no te me ahogues, que no me quiero quedar sin mi hermana genio.
—Oh, no te preocupes, hermanito —bromeo—. Me tendrás muchísimos años molestándote, no me iré tan fácilmente.
—Mis amores —interrumpe la voz de Gianna, mi hermana mayor—. Amo sus conversaciones entrecruzadas, en serio que sí, pero se nos hará tarde. Mamá nos quiere a todos abajo a las cinco y media.
—No te preocupes, Gia —le respondo, mientras me enjabono y el aroma de lavanda se esparce por todo el baño—. Yo en unos quince minutos estoy lista. ¿Qué horas son?
La voz de Gia proviene de su habitación, seguramente ya está vestida.
Envidio sanamente su rapidez y eficiencia... quiero ser como ella cuando tenga su misma edad, los famosos y dulces dieciséis.
¿Que por qué son dulces?
No lo sé, eso dicen las novelas románticas y las películas de adolescentes en Hollywood...
—Son las cinco y diez, Ali —responde mi hermana—. Yo ya estoy lista. Voy a ayudar a Tere y Beti a alistarse mientras Luz Juli se encarga de los mellos.