Permitidme la licencia de contaros esta singular historia hecha a base de despropósitos y situaciones rocambolescas de gentes y hasta de personas. La susodicha me he tomado la libertad de bautizarla de modo ciertamente rimbombante: “entablicuadrillado” y yo me pregunto ¿quién la desentablicuadrillará? ¿Nadie? Bueno pues entonces comencemos por el principio pues será más fácil ello que avanzar por este sin par trabalenguas…
Adela de Tramonte también conocida como “teta y media”. A ver no se me alborote el gallinero que ya estoy escuchando risas por lo bajini. Esto era así porque según decían la malograda mama se la medió arrancó de certero mordisco un mastín en plena disputa por la propiedad de un hueso. El can lo quería, como es lógico, para roerlo con calma y disfrute allá en el campo mientras cuidaba de las ovejas. La tal Adela lo mismo pero para echarlo al cocido de las catorce horas. No se sabe cómo pero el can fue capaz de escalar hasta la ventana del segundo piso, entrar a la cocina y agenciar el hueso que estaba a remojo junto a algo de carne salada.
La tal Adela de Tramonte estaba unida en matrimonio al no menos pintoresco Higinio de Asís. Menudo personaje este señor, evitado en las comarcas de los alrededores ¿a razón de qué? Pues por la cantidad de flatulencias que salían de sus tripas. De subirlo a un barco a vela no necesitaría de viento para moverse. ¡Qué va! Con llevarlo a popa y ponerlo con el culo apuntando en la dirección correcta haría propulsar la embarcación aún con velas arriadas.
A Resultas Adela “teta y media” era amante (vaya por Dios con la pecadora infiel, cubrirla de cilicios sería poco castigo. Cuanto menos esto diría el padre Amancio si él mismo no anduviese en entendimientos carnales con sor Piedad, monja perteneciente a la congregación de las esclavas del suspiro) del popular y populoso Ricardo “el pollero”. Su oficio trabajar el pollo, despiezándolo al gusto del cliente.
Pero en boca de todas no estaba precisamente su habilidad manejando el machete de cocina sino algo más íntimo. ¡Pues sí! Habéis acertado de lleno; el tamaño de su miembro viril. ¡No se os escapa ni una! Y no lo digo yo pues cero interés tengo en ello sino que lo juran y perjuran aquellas que dicen haber compartido lecho con él. Ni en sus más recatadas y prohibidas fantasías infieles e insatisfechas lograban quitarse de encima aquella hipnótica visión. Podría compararse a la Hidra de Lerna con sus amenazadoras nueve cabezas (en este caso sobrarían ocho) o podría, valga la redundancia, comparase su colgajo vigoroso con el de un borrico. Esto último sería más certero, perdiendo claramente el cuadrúpedo. ¿Os podéis imaginar la situación trasladada a otra época?
— ¡Caballero, que ímpetu en pos de apretaros contra mis joviales carnes! Grata a la par que intimidante esa sorpresa que veo esbozada en vuestra anatomía de hombre de armas…
—Callad perraca y preparaos para este singular envite. Seréis ensartada como cabrita al espeto. Que ni la noche ni la luna mancillen tan ansiada justa carnal…
La noche y la luna efectivamente no se entremetieron ni mucho menos mancillaron nada. Otra cosa fue el malhumorado mandril que la dama contaba por esposo. Deshonrado y cornudo necesitaba comprobar los hechos antes de actuar a las bravas para limpiar su honra caballeresca.
En el aposento de los gozos algunos chillidos de mona en celo y sin tiempo a mucho más precipitada huida por parte del borrico de dos piernas y media. Usaría el alfeizar a modo de improvisado puente bajo inestables cornisas que colgaban sobre su cabeza a lo espada de Damocles… ¡Qué dura puede llegar a ser la vida del fornicador empotrador!
Ricardo “el pollero” era muy amigo de Lucas Cienfuegos, bautizado por la comunidad como “el salivas”. Claro que sí, casi todo tiene un sentido de ser y en este caso no era otra cosa más que su pasmosa facilidad para sulfatar a todo aquel que no estuviese a una distancia de medio metro previo a cruzar palabras con él. Pero quitando esa minucia lo verdaderamente chocante estaba en un rumor, cierto o no, que en su momento causó gran consternación. Veréis, sin decir el pecador pero sí el pecado alguien, probablemente con mucho que callar, habíase escondido debajo de su cama. Y de purita casualidad lo vio vestirse con ropa íntima de mujer. Algo así ya es cuanto menos raro, de enfermos para unos o de excéntricos (si eres rico) para otros. Pero el asunto no terminaba ahí porque según perseveraba el mismo testigo Lucas Cienfuegos frotaba y frotaba contra el cristal del armario sus inexistentes pechos acomodados en un hortera sujetador con relleno y colores tipo carpa de circo.
Sin embargo os diré una cosa al respecto, a mí me preocupa mucho más no saber qué narices hacía ese individuo, hombre o mujer, escondido debajo de su cama. A su vez tan fetichista y pintoresco personaje era camarada (concretamente “amigo especial”) del tal Higinio de Asís, conocido con otro mote ganado a pulso “el mofeta”.
Era que se era porque ciertamente fue una mujer de nombre María Dolores y de apodo “la tremenda”. Conocida y reconocida por jamás haberse depilado, cosa que parecía llevar con orgullo. Pero claro el chismorreo y escarnio público estaban a la orden del día. Afirmaban chistosamente que tenía más de maromo que de hembra sandunguera. Ya sabéis como es la gente. Pocos encontrarían la fuerza necesaria para explorarla como hizo Roald Amundsen con las regiones polares. Obviamente no había punto de comparación pues en este particular concreto la citada exploración abarcaría el peligroso descenso a las bragas de la mentada María Dolores “la tremenda”. Tal cosa no era moco de pavo pues uno corría riesgo de que allí tuviese su asentamiento una tribu de jíbaros con ansia viva en eso de reducir cabezas y no precisamente la que va sobre los hombros…
María Dolores tenía por hermano a Ricardo “el pollero”, éste de normal debía soportar las onomatopeyas de borrico que le hacían en la pollería, especialmente los hombres que pasaban por la calle. Se detenían frente a la puerta, asomaban la cabeza y soltaban su retahíla diaria. Cuando “el pollero” salía de detrás del mostrador armado con el machete de cocina y su cara de pitbull enojado el gracioso de turno echaba a correr cuesta abajo. Los más torpes se trastabillaban como gallos emborrachados, dejándose los dientes en el suelo antes de levantarse para seguir huyendo; ya los recogerían al día siguiente. Pasadas algunas jornadas y con la inflamación reducida más que vociferar tonterías silabeaban cuatro palabras ininteligibles desde el otro lado de la calle...