1.
Bin-bon, bin-bon, bin-bon.
Siri botaba la pequeña pelota de goma contra una de las paredes del cubículo que compartía con su madre y su hermana mayor. Estaba recostada en su cama y tiraba la pelota con fuerza, haciéndola rebotar en la pared que tenía enfrente.
—¡Ya basta, Siri, debí entregarte según naciste! —gritó su madre enfadada. Ya se dirigía con un trapo a la pared para limpiar las manchas que había dejado la pelota.
Ana dejó a un lado el libro que estaba leyendo y observó a su madre. Al vivir bajo tierra sus pieles se habían vuelto extremadamente blancas y, viendo a su madre limpiar la pared, no pudo evitar pensar que lo único que quería era fundirse con ella y así desaparecer. O quizá no era su madre, sino el Gobierno el que quería que se volvieran invisibles. Pintaban todo de blanco para dar luminosidad decían, pero Ana estaba convencida de que tan sólo querían hacerles desaparecer. Su madre tenía el pelo largo y negro y los dientes grandes como los de Siri. Todavía era una mujer joven pero, la vida en la ciudad subterránea y la viudez, habían envejecido su rostro de forma prematura. La preocupación era una constante en su gesto y las arrugas marcadas entre su entrecejo, casi siempre fruncido, eran cada día más evidentes.
Ella ya había nacido bajo tierra, igual que Siri y también Ana. Esta última lo había hecho hacía diecinueve años, el mismo día que el megáfono anunció que, a partir de aquel momento, podían entregar a los niños recién nacidos a cambio de las cápsulas de espacio abierto. Su madre siempre decía que había sido como una señal, como si los privilegiados hubieran querido llevársela con ellos al exterior.
—Ya eras un bebé tan hermoso… —decía la madre cuando se lo contaba siendo más pequeña— Pero tu padre hubiera matado a quien fuera si hubieran tratado de arrebatarte.
Siri había nacido casi cinco años después, ya que su padre no se fiaba de que el ejército no le quitara al siguiente niño a la fuerza. Cuando su madre anunció que estaba de nuevo embarazada, su padre pasó los peores siete meses de su vida pensando que, apenas naciera, arrancarían aquel hijo de sus brazos. Temblaba ante el anuncio de cualquier nueva ley o norma, que el Gobierno se encargaba de retransmitir por aquel megáfono para hacérselas conocer a los enterrados.
Luego, a pesar de que no fue así, tampoco pudo disfrutar de Siri; le dio un infarto tan sólo unos meses después de que ella naciera.
Siri hizo un gesto de burla hacia su madre, pero no tiró más la pelota. Estaba muy deprimida por su amiga Marian. Aquel año, terminaban el último curso que los enterrados tenían permitido cursar y se había enterado de que los padres de su amiga habían tramitado la solicitud para ofrecerla como empleada de los privilegiados. Según ellos, porque en la ciudad subterránea ya no tenía nada que hacer. Una vez terminados los estudios, tan sólo quedaba la opción de integrarse a trabajar en cualquiera de los sectores disponibles en la ciudad subterránea; bien en los invernaderos generando productos frescos, en las granjas artificiales, en las fábricas de construcción y creación de género y materiales o se pasaba a ocupar un puesto en los comedores preparando comida, limpiando o manteniendo las instalaciones; cualquier tipo de ocupación para mantener ambas ciudades en funcionamiento: la interior y gran parte de la exterior. Siri había llegado llorando a casa y había contado la noticia a su madre y a su hermana, totalmente horrorizada. Sus grandes ojos color castaños habían enrojecido y su piel pecosa se había vuelto casi transparente.
—Tal vez no sea tan malo, no podemos saberlo —trató de consolarla su madre. Ana no podía soportar algo así. Ella sabía lo mal que lo había pasado su padre sólo de pensar que pudieran quitarles a Siri a la fuerza.
—¡Cómo puedes decirle algo así! —había gritado— Si papá pudiera oírte, jamás te perdonaría.
Su madre la había abofeteado. Nunca antes lo había hecho y Ana pensó que lo peor no era el dolor, sino el ardor en la mejilla y aquella mezcla de rabia y vergüenza que la hizo sentir.
Luego, su madre se había deshecho en disculpas y Ana la había perdonado. La vida allí abajo era demasiado agobiante como para encima estar enfadada con su propia familia. Además, debía comprender que no todo el mundo estaba dispuesto a aceptar la verdad sin más, y su madre no había hecho otra cosa sino tratar de consolar a su hermana contándole una mentira piadosa.
Ella hacía ya cinco largos años que había terminado sus estudios, a los catorce, y ahora trabajaba junto a su madre en los invernaderos de fruta. Allí pasaba las mañanas, de ocho a tres y luego… Luego nada. No había nada que hacer. Los comedores eran comunes y allí trabajaban personas que los mantenían. Los cubículos eran tan pequeños que apenas requerían mantenimiento y, allí, no existían tiendas, ni bares, ni cines, ni bibliotecas, ni museos ni nada que recordase al mundo que, una vez, había existido en el exterior y de la que algunos viejos aún se acordaban y se pasaban el día hablando.