Enterrados, La ciudad subterránea

2.

El doctor se rascó la nuca a la altura a la que tenía cortado su pelo negro entrecano, y depositó sobre la mesa una carpeta que contenía los informes que le habían llevado hasta allí. Luego, cambió de idea y volvió a recoger la carpeta, más que nada, porque no sabía muy bien qué hacer con sus grandes manos vacías. Él nunca había sido un hombre excesivamente nervioso, pero desde que había entrado al servicio del presidente su carácter había dado un giro importante y sus nervios habían comenzado a deteriorarse. Su vida no había sido fácil y había tenido que trabajar mucho para llegar hasta allí pero, cada vez más a menudo, se preguntaba si había merecido la pena, si no hubiera sido todo mucho más sencillo si se hubiera conformado con el puesto de médico ordinario en cualquiera de los dos hospitales al servicio de los privilegiados. Aunque también era cierto que aquello hubiera supuesto tener que decirle que no a la oferta que le había hecho el mismísimo presidente, y si algo había aprendido desde que estaba a su servicio, era que eso era incompatible con el hecho de permanecer ileso.

Hacía calor y había comenzado a sudar. Notaba gotitas pesadas sobre su frente y volvió a rascarse la nuca nervioso, deseando que el presidente llegara de una vez, pero sin atreverse a mirar hacia atrás, hacia la puerta. No quería que pensara que era un curioso. Esperaría pacientemente a que el presidente apareciera y se sentara frente a él, como siempre.

Sabía que no le daría la mano. El presidente no mantenía contacto físico con nadie, todos lo sabían. A él le había costado una mirada de desprecio la primera vez que le tendió la mano. Ya entonces, había notado aquella sensación tensa y pegajosa y nunca había vuelto a librarse de ella. Sin embargo, por alguna razón que no lograba entender, el presidente parecía haberse encaprichado con él. Recordaba lo orgullosos que se habían puesto sus padres cuando les dio la noticia de que pasaría a ser el médico personal del presidente.

El doctor Beman cruzó las piernas y movió uno de sus pies como si siguiera el ritmo de una canción imaginaria. Tenía que relajarse, a fin de cuentas le traía buenas noticias al presidente acerca de su hijo. Para eso estaba allí, para eso había pedido aquella cita. Como cada año, el presidente esperaba que él le trajera buenas noticias, y un año más volvía a ser así. “No hay motivos para preocuparse, no hay motivos para ponerse nervioso” trataba de convencerse el doctor Beman mientras tamborileaba con sus dedos sobre la carpeta que guardaba el informe de Sulla, el único hijo del presidente.

Como norma, las familias del exterior adoptaban como mínimo dos hijos, muchas veces, cuatro o cinco. Ello contribuía a asegurar la población en una ciudad donde todos los habitantes eran estériles o, al menos, lo habían sido hasta el momento. Los estudios realizados sobre el hijo del presidente habían dado como resultado que aquel muchacho seguía siendo fértil a pesar de los años que llevaba en el exterior y, esto, les llevaba a pensar que podría haber más población fértil. De momento, Sulla lo era. Aquello era lo que le había importado al presidente, saber año tras año que su hijo permanecía igual, que era capaz de procrear, que podía ser el primer humano que volviera a engendrar en el exterior.

Aquel muchacho no tenía nada que ver con su padre. Al doctor Beman le parecía un chiquillo tímido de una humildad increíble, más aún, siendo quien era. Pero bueno, él era uno de los enterrados que habían dado en adopción cuando tenía cerca de un año, no había posibilidad de que hubiera heredado nada del presidente.

“Da igual, es su hijo, se ha criado entre lujos y con poder, debería ser engreído e impertinente” pensaba el doctor tratando de mantener su mente ocupada en algo. Todos los que vivían en el exterior habían sido “enterrados” en algún momento. Unos componían la clase trabajadora, criados y soldados o incluso doctores, como él mismo, y otros eran adoptados por las clases altas que disfrutaban de la vida exterior. Pero todos habían sido “enterrados” en un primer momento, porque una vez fuera, la posibilidad de procrearse desaparecía.

Sin embargo, el seguimiento realizado al hijo del presidente, Sulla, parecía poner en evidencia que algo estaba cambiando. El chiquillo era fértil, no se había vuelto estéril en los veinte años que llevaba en el exterior y, era posible, que hubiera más como él. El presidente quería mantenerlo en secreto, de ahí que todavía no se hubieran realizado pruebas al resto de la población, pero el doctor Beman pensaba que, si las cosas eran como él pensaba, en cualquier momento aparecería alguna muchacha embarazada sorprendiendo a todos en el exterior y que los enterrados tampoco tardarían en enterarse. Aquello podría cambiar para siempre toda la estructura sobre la que se cimentaban ambas ciudades. Que la ciudad exterior dejara de necesitar a los Enterrados era algo que posiblemente no beneficiara a éstos, como siempre había pasado a lo largo de la historia. No sería algo inmediato, pero estaba claro que llegado el momento sería más cómodo y eficaz prescindir de ellos a seguir manteniéndolos en la ciudad subterránea.



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En el texto hay: romance, distopia

Editado: 06.03.2018

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