Enterrados, La ciudad subterránea

4.

Ana golpeó, una sola vez, con los nudillos sobre la puerta del cubículo de Vélez. A pesar de que nadie la abría no volvió a llamar, eso era lo acordado. Miró hacia ambos lados del pasillo y esperó. Un minuto y si nadie la abría se iría. Comenzó a contar los segundos en su cabeza. Uno no podía mantenerse demasiado tiempo quieto en el mismo sitio, en seguida aparecía algún soldado dispuesto a interrogarte. La ciudad subterránea había sido creada para no poder disfrutar de nada. Cualquier movimiento sospechoso se castigaba con el aislamiento o, llegado el caso, con el “suicidio involuntario”, como todos lo llamaban.

Se abrió la puerta del cubículo contiguo y salió una mujer mal encarada que la miró un momento en silencio. Luego le hizo un leve gesto de cabeza a modo de saludo y pasó por detrás de ella perdiéndose a lo largo del pasillo. Ana se preguntó si aquella mujer tendría la menor idea de que en el cubículo vecino se cocía una revolución. Era difícil saber quién formaba parte y quién no del entramado que Vélez, junto a otros cuantos hombres, llevaba más de dos años creando.

Por fin, Vélez abrió la puerta. Ana se apresuró a entrar y vio que el padre del muchacho, un hombre grande, de pelo negro y nariz prominente que había impresionado con su voz ronca y potente a Ana cuando le había conocido, y otros dos hombres más, que ella no conocía, estaban alrededor de la mesa observando un plano. El padre la saludó con un leve movimiento de cabeza, igual que había hecho la mujer del cubículo contiguo, y luego siguió conversando con los otros dos hombres. En la ciudad subterránea todos se habían ido adaptando a esas normas que les habían ido mutando en seres rudos, poco sociables, silenciosos. Se saludaban con gestos. Se reunían en los comedores comunes todos los días, pero comían en silencio, en los escasos treinta minutos que el Gobierno les concedía para ello.

Las parejas que se formaban, solían salir del colegio o de matrimonios más o menos concertados. No era fácil conocerse de otra forma, todo se reducía a colegio, trabajo y encierro en los respectivos cubículos.

—Son Plácido y Gaspar —le explicó Vélez refiriéndose a los dos hombres que Ana desconocía—. Están viendo si hay forma de sustraer del almacén de la fábrica alguna de las piezas que necesita Fausto.

— ¿Podemos confiar en ellos? —preguntó Ana recelosa.

Los ojos del que se llamaba Plácido ya se habían posado sobre ella. Era un tipo con barriga y el labio inferior descolgado. Ella trató de mantener fija su mirada en él para hacerle ver que la estaba ofendiendo, para tratar de intimidarle y que retirara su mirada, pero a él no pareció importarle. Ana se abrazó a sí misma y miró hacia otro lado turbada, no se acababa de acostumbrar al efecto que causaba sobre ellos.

Vélez la estrechó contra él y se rió.

—No podemos confiar en nadie, pequeña —dijo poniendo la voz ronca en tono de burla. Sabía que Ana odiaba el apelativo de “pequeña”—. Que no se te olvide.

—No seas idiota —se rió ella.

—Los ha reclutado Isaías, trabajan en la fábrica, pero no tengo demasiada esperanza en ellos, dicen lo mismo que todos: “imposible, imposible, imposible”

Vélez llevaba puestas las gafas de fina montura metálica, lo que le dejaba entender a Ana que, también él, estaba observando el plano antes de que ella llegara. Había empezado a usar aquellas gafas hacía un año escaso y Ana había bromeado sobre ello.

—Nos hacemos viejos, amor —le había dicho riendo.

No habían vuelto a separarse desde el incidente de las solicitudes. Después de otra semana más de aislamiento, Vélez había vuelto directo a hablar con ella. Todos los días la acompañaba hasta su cubículo a la salida del colegio y había comenzado a adoctrinarla sobre la importancia de mantener intacto el orgullo y de oponerse a las normas marcadas por el Gobierno.

En pocas semanas, todos les trataban como a una pareja y ellos mismos comenzaron a verse como tal.

Nadie podía creérselo. La guapa de Ana con el revolucionario Vélez. Menuda pareja, poco más y los trataban como a la bella y la bestia. Vélez no parecía darse cuenta y, eso, a Ana le gustaba. Tenía una confianza tan grande en él mismo que casi alcanzaba para los dos. En todos aquellos años, lo único que había cambiado en Vélez era que se había dejado perilla.

—No podía ser de otra forma —bromeaba él—. Antes morir de pie…

Por lo demás, seguía estando flaco como el palo de una escoba y, cada día, más centrado en su trabajo revolucionario. La red se extendía y el grupo que había comenzado siendo de unas seis personas, ahora, podía contar fácilmente con unas cincuenta personas que, en más o en menos, contribuían en la lucha contra los privilegiados. En un primer momento, habían pensado en asaltar el exterior, pero pronto habían desistido. No eran muchos y apenas contaban con una docena de aliados entre los soldados. Reducir con éxito al ejército que ocupaba la planta superior, la que los privilegiados habían dejado vacía con su marcha y los soldados habían pasado a ocupar como base, era una misión imposible. Era básico tener más colaboración.



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En el texto hay: romance, distopia

Editado: 06.03.2018

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