Enterrados, La ciudad subterránea

5.

Para llegar al cubículo de Fausto desde el de Vélez, tenían que tomar tres pasillos diferentes, bajar dos tramos de escaleras, pasar frente a uno de los cuartos de duchas comunes y caminar a lo largo de otros dos pasillos. Al final de ese pasadizo, estaba la humilde morada del hombre.

Frente a la puerta del cubículo de Fausto, Vélez incumplió el trato y golpeó la puerta más de una vez. Había en aquellos golpes una rabia contenida que a Ana la ponía enferma. Gracias a que el cubículo estaba al fondo del pasadizo, pasaban más inadvertidos, pero aun así, Vélez estaba montando un espectáculo para la sobriedad que la ciudad subterránea requería.

—Déjalo ya —le pidió.

De la que se acercaban al cubículo de Fausto, se habían cruzado con, al menos, media docena de soldados, Vélez siempre se la estaba jugando. Se preocupaba de forma exagerada por la causa pero luego no parecía importarle meterse en problemas que los perjudicarían. Si los detenían e interrogaban, Ana no quería ni pensar cuánto sería capaz de aguantar. Había oído hablar muchas veces de los castigos a los que los enterrados sospechosos eran sometidos, castigos que, casi siempre, terminaban en aislamiento con la consiguiente falta de comida e higiene. A ella nunca la habían aislado, pero imaginaba el dolor y la humillación que tenía que suponer. Otros enterrados, como el mismo Vélez, no parecían afectados cuando les recluían, pero ella no creía tener esa fortaleza. Sufrir una vejación como aquella, teniendo que pedir un cubo para hacer sus necesidades y saliendo de allí, sucia y vencida días más tarde, le parecía uno de los peores castigos que se podían recibir. Más aún, si antes la torturaban para que confesara cualquier tipo de acto subversivo que estuviera planificando y, como en su caso era cierto, tal vez ni siquiera volviera a salir del cuarto de aislamiento. No viva.

—Maldito viejo borracho —se quejó él — seguro que está sumergido en el exterior.

El viejo Fausto contaba con una cápsula de espacio abierto. Tenía aquel privilegio desde el día que había entregado a su pequeño hijo cuando apenas contaba con un año. Esa, era una de las formas de conseguir una de aquellas cápsulas. Su mujer había muerto durante el parto y Fausto, ya por entonces, comenzaba a tener problemas con el alcohol. El único familiar vivo que le quedaba era una hermana, y ella le dijo que “ni hablar” cuando él le pidió que se quedara con el niño, al menos, hasta que él consiguiera recuperarse de la muerte de su mujer y superar su adicción al alcoho. Las malas lenguas decían que había sido ella misma la que le había convencido para entregar el niño a los privilegiados.

Fausto aguantó un año con el pequeño, pero no contaba con la ayuda de nadie y tenía que dejarle con una vieja, a la que suministraba parte del alcohol al que él mismo estaba enganchado, mientras él trabajaba en el laboratorio. Recurrió a su hermana un día cuando, al regresar del laboratorio, había encontrado al niño llorando a pleno pulmón mientras la vieja había perdido el conocimiento tras una intoxicación etílica. La hermana se había negado a hacerse cargo y, finalmente, Fausto había entregado al niño. Poco después comenzaron los rumores de que la tía de la criatura había tratado de aprovecharse de Fausto y robarle la cápsula pero éste se había dado cuenta y la había propinado una paliza. A raíz de todo aquello, habían dejado de hablarse. Todo comenzó a irle de mal en peor. Al poco de entregar al niño, los problemas de Fausto con el alcohol habían empeorado y terminaron echándolo del laboratorio. Se le declaró “incapaz” y se le otorgó licencia para no ejercer actividad alguna.

Fausto nunca había estudiado más allá de la primaria, como todos los enterrados, pero, al principio, las cápsulas se habían desarrollado bajo tierra y Fausto había trabajado en los laboratorios hasta que le habían echado y éstos se trasladaron al exterior. E, irónicamente, a pesar de ser un borracho, Fausto tenía una memoria casi fotográfica y una inteligencia superior a la media del resto de los mortales. Todo esto unido, le había llevado a investigar hasta conseguir descubrir cómo podría fabricar de forma casera aquellas pequeñas cápsulas que recreaban una realidad virtual tan vívida de paisajes, de sensaciones de aire, frío, calor, luz solar, sonidos de la naturaleza que uno podía sentir que realmente estaba en el exterior, paseando por una playa, escalando una montaña, recibiendo simplemente los rayos de sol sobre la piel…

La mayoría de los enterrados matarían por poder vivir, por unos segundos, la sensación del aire agitándoles el pelo y acariciando su piel. La necesidad era tal, que los había que entregaban a sus propios hijos a cambio de obtener un trocito virtual del exterior. Literalmente los entregaban, no tendrían problemas para criarlos como Fausto, pero llegaba un momento en que estaban tan asqueados de su encierro, que los entregaban, o los tenían sólo como moneda de cambio para conseguir una de aquellas cápsulas. Era aquellos a los que Vélez tanto despreciaba, aún sin saber cuáles eran las circunstancias que les habían llevado a aquello, incapaz de comprender que existieran personas que no tuvieran su fuerza de voluntad, integridad o como él lo quisiese llamar.



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En el texto hay: romance, distopia

Editado: 06.03.2018

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