Enterrados, La ciudad subterránea

6.

El doctor Beman se encontraba de nuevo sentado en el despacho del presidente. Últimamente, estaba haciendo muchas más visitas de las que le gustaría hacer, pero encima, en aquella ocasión, sabía que las noticias no le iban a gustar nada al presidente, así que sudaba más de lo habitual y el gesto de secarse las manos en los pantalones se había convertido en un tic nervioso.

Él había realizado su trabajo de forma eficiente, no tenía la culpa de que los resultados no fueran los que el presidente deseaba pero, aun así, temía el estallido de furia de éste. El presidente pretendía que hubiera hecho análisis a las niñas de incluso un año de edad, a pesar de la locura que ello suponía. Él había supuesto que le enviarían a muchachas de como mínimo doce o trece años, que ya se hubieran desarrollado y hubieran pasado su primera menstruación y, también aquello, le hubiera parecido una monstruosidad. Que el presidente pretendiera casarlas con su hijo y que éste las dejara embarazadas cuanto antes, pero ¡dios santo! enviarle niñas de un año si, tal vez, a los cinco ya se hubieran vuelto estériles si no lo eran en aquel momento. Beman se había tomado la libertad de evitarles a esas niñas un dolor innecesario y tan sólo había realizado los análisis a chicas de doce años en adelante. Cada pinchazo, cada extracción, era un castigo que sabía, tarde o temprano, acabaría pasándole factura.

El doctor Beman, era uno de los muchos enterrados que se había ofrecido voluntario para salir al exterior. Sus notas eran asombrosas y ya había demostrado, en contadas ocasiones, que su mente iba más allá de lo común. Los profesores de los enterrados realizaban a menudo test de inteligencia y estaban siempre alerta ante cualquier señal que les permitiera identificar a las personas que, como Beman, demostraban un coeficiente superior. Los enterrados que no habían salido al exterior, adoptados cuando eran bebés, tenían otra oportunidad al terminar sus estudios primarios o al cumplir los dieciocho años. Las personas que, como Beman, destacaban de forma extraordinaria en sus estudios eran conminadas a seguir instruyéndose en el exterior. Su inteligencia era valorada y, si bien no se les obligaba en el sentido estricto de la palabra, si se les trataba de disuadir explicándoles que era lo mejor que podrían hacer por su futuro.

Entonces se les enviaba a una especie de internado, donde convivían con otros estudiantes en su misma situación, que comenzaban a cursar sus estudios superiores en las mismas clases que los hijos adoptados de los privilegiados. Esa era otra forma de asegurarse de que se iban integrando con el resto de la sociedad que hasta ese momento había permanecido fuera de su alcance.

También en el exterior la población estaba dividida en clases sociales, como antes del cataclismo, pero allí no existía la indigencia como tal. Los enterrados que llegaban del interior lo hacían con un cometido concreto. Todos estaban destinados a diferentes puestos de trabajo.

La clase más baja era la de los operarios, que se ocupaban de los trabajos sin cualificación como era la de servir a los privilegiados, los que se ocupaban de la limpieza y mantenimiento de la ciudad y también los agricultores y ganaderos que comenzaban a ser cada vez más abundantes en el exterior, a medida que el territorio contaminado iba recuperándose. Luego estaban los obreros cualificados, carpinteros, fontaneros, jardineros… Les seguían los soldados rasos que el Gobierno mimaba para mantener su fidelidad, los altos cargos y los trabajadores cualificados como Beman, médicos, ingenieros, arquitectos… y finalmente estaba la clase más alta, los “nobles” los que habían salido con la primera tanda al exterior, la élite privilegiada.

De entre todas estas clases, las únicas que tenían derecho a adoptar eran la élite y los trabajadores cualificados. A los trabajadores cualificados se les permitía adoptar un niño por pareja y era voluntario hacerlo, mientras a la élite no se le ponía límite y era obligatorio que al menos adoptaran a dos niños para así asegurar la población de alto rango.

Beman no había conocido a ninguna mujer que le atrajese lo suficiente como para formar una familia con ella. Solo un breve intento que no había terminado de cuajar. Y la posibilidad de adoptar un bebé de la ciudad enterrada, era algo que hacía que se le revolvieran las tripas.

Los padres de Beman le habían animado a seguir estudiando en el exterior. Creían firmemente que su vida en el exterior podía ser mucho mejor, que debía aprovechar su inteligencia para conseguir ser feliz y disfrutar de alguna que otra comodidad.

Cuando consiguió el título de medicina y le nombraron médico del presidente tuvo la posibilidad de traer a sus padres a vivir con él en el exterior, pero él jamás pensó que ellos le hubieran alentado esperando que su triunfo les permitiera salir de la ciudad subterránea. Sus padres eran buenas personas, honestas y trabajadoras, que siempre le habían mostrado un amor sincero. No, él no había sido su pasaporte al exterior.

Tampoco ninguno de los habitantes que continuaban en la ciudad subterránea sabía del sacrificio que había supuesto para él tener que adaptarse a su nueva forma de vida y haber tenido que superar su reticencia a aceptar a aquellos otros muchachos que se habían criado en el exterior de forma natural y que, en demasiadas ocasiones, mostraban una prepotencia y superioridad sobre sus compañeros enterrados que era difícil soportar.



#4909 en Ciencia ficción
#12425 en Joven Adulto

En el texto hay: romance, distopia

Editado: 06.03.2018

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.