Enterrados, La ciudad subterránea

8.

La madre de Ana aporreaba desesperada la puerta de Vélez. Siri, tras ella, se mordía las uñas nerviosa. Si la hubieran dicho que su madre acudiría algún día al cubículo de aquel muchacho no se lo hubiera creído y, si encima, la hubieran dicho que iba a montar aquel escándalo, sin preocuparse de lo que pudieran pensar, lo hubiera creído menos todavía. Temía que la mujer se hubiera vuelto loca con la retención de Ana y esperaba que, de un momento a otro, aparecieran un par de vigilantes y las recluyeran durante días en las celdas de castigo.

Algo estaba sucediendo y no era el mejor momento para ir por ahí llamando la atención. Los soldados habían retenido a las chicas y ahora, la planta tercera estaba plagada de muchos de aquellos muchachos, que eran interrogados por muchos de los enterrados, sin que ninguno de ellos soltara prenda acerca de la razón por la que se habían llevado a las muchachas.

La madre de Ana había recurrido a una de sus vecinas. A una mujer que sabía que uno de los soldados era su sobrino y a la que también habían secuestrado a su hija. Acudió a ella con la esperanza de que el soldado, primo de la muchacha, le hubiese contado algo a su tía aunque sólo fuese para tranquilizarla, pero no había conseguido nada. La mujer estaba tan alterada como la madre de Ana y le había asegurado que, de todas formas, no había tenido forma de hablar con su sobrino y que los otros soldados a los que había preguntado no habían sabido o querido contarle nada.

Finalmente, Vélez abrió la puerta. Enganchó a la madre de Ana de forma brusca y la introdujo en el cubículo. Siri se escurrió dentro y observó atemorizada el rostro serio de Vélez. Aquel gesto para con su madre no le gustaba nada, pero no se atrevía a abrir la boca. En el cubículo había tres hombres más que permanecían pegados a una de las paredes en actitud amenazante. La madre de Ana les debía de haber dado un buen susto. Si los soldados encontraban a gente reunida en los cubículos que no pertenecieran a la misma familia, generalmente, se les acusaba de intento de sublevación y no se les volvía a ver por la ciudad subterránea.

—¡Se la han llevado! —gritó la madre de Ana sin atender, para nada, al gesto iracundo de Vélez. Tampoco parecía percatarse de la presencia de los otros hombres. Era como si todo hubiese desaparecido para ella, todo menos el hecho de que los soldados se habían llevado a una de sus hijas.

—Ya lo sabemos —respondió con desprecio— ¿quiere tranquilizarse o prefiere que todo el ejército se presente aquí?

La madre de Ana lo miró asombrada. Después miró hacia los otros tres hombres y su rostro enrojeció. Por fin, pareció darse cuenta del lugar en el que se encontraba y entrecerró los ojos envenenada de odio.

—No sé lo que hacéis aquí, ni me importa. Yo no tengo nada que ocultar ni ante el ejército ni ante nadie. Sólo quiero saber por qué han detenido a mi hija.

Vélez la miró con ironía.

—Pregúnteselo a su ejército entonces, señora.

Siri notó que las lágrimas comenzaban a rodarle por las mejillas. Mantenía la cabeza gacha pero, por el rabillo del ojo, veía la impotencia de su madre y sentía deseos de golpear a aquel muchacho ¿Acaso no se daba cuenta de que su madre estaba desesperada? No creía que aquel fuera el mejor momento para echar a nadie en cara hacia quién se inclinaba su fidelidad. El padre de Vélez se adelantó hasta la altura de su hijo.

—Ya está bien, Vélez —espetó. Miró a la madre de Ana— no tiene nada que ver con nosotros. No estamos seguros pero, por la información que nos ha llegado, están buscándole una esposa al hijo del presidente.

La madre de Ana se llevó una mano al pecho y Siri temió que le estuviera dando un infarto, igual que le había dado uno a su padre siendo cría. Pensó, angustiada, qué sería de ella si primero se llevaban a Ana y ahora su madre caía muerta del disgusto. Pero su madre seguía en pie y su rostro comenzó a recomponerse y adquirir un gesto de curiosidad. Por eso se habían llevado a todas aquellas chicas jóvenes. Buscaban una esposa para el hijo del presidente. Pero ¿por qué entre ellos? Sin darse cuenta hizo la pregunta en voz alta.

—¿Por qué aquí? ¿Por qué no una del exterior?

—No lo sabemos —el padre de Vélez se encogió de hombro—. Puede ser simplemente propaganda. El premio gordo para uno de los enterrados. O puede que haya motivos que se nos escapan. Lo que está claro es que ellos no nos lo van a contar.

La madre de Ana comenzó a preocuparse de nuevo. Su cabeza daba vueltas. Una esposa para el hijo del presidente. Había miles de chicas en el exterior de la élite que podrían ser su esposa, aquello era muy raro ¿Habrían llevado a las chicas frente al presidente?

—¿Sabéis a dónde las han llevado? ¿Al exterior? —preguntó angustiada.

—No, creo que están en una de las bases militares —respondió el padre de Vélez.



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En el texto hay: romance, distopia

Editado: 06.03.2018

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