Dos días en aquel barracón, sin absolutamente nada que hacer, se podían llegar a hacer muy largos.
Ahora que ya sabían para qué estaban allí, las muchachas se pasaban el día hablando de la posibilidad de ser elegidas. La mayoría decía no desearlo, pero algunas no tenían reparo en afirmar que aquello era tan bueno como si le tocara a uno un premio. Ana recordaba las palabras de su madre, su forma de insinuar, por no decir otra cosa, cómo ella podría conseguir una situación un poco privilegiada que al mismo tiempo le abriera las puertas a su hermana. Ahora estaba allí, con todas aquella chicas, esperando que nada menos que el hijo del presidente le concediera a alguna de ellas aquella oportunidad que tanto clamaba su madre: convertirse en esposa y futura presidenta de la ciudad privilegiada y de la subterránea. Vivir en el exterior rodeada de lujos.
Ana procuraba mantenerse al margen de las conversaciones. Permanecía la mayor parte del tiempo acostada en la cama con su mente puesta en Siri, su madre y Vélez ¿Cómo estarían? Los días se estaban haciendo muy largos para ella, pero imaginaba que ellas estarían aún peor. No estaba segura de lo que estarían pensando. Prefería creer que su madre no estaría rezando para que ella saliera elegida como futura esposa de aquel muchacho. No era posible, por mucho que se hubiera dedicado a tratar de aleccionarla para que buscara un novio entre los soldados, aquello no tenía nada que ver con el hecho de tener que entregarse forzada a alguien a quien ni tan siquiera conocía.
Siri, seguramente, estaría dándole vueltas al asunto, aún conmocionada por el hecho de que su mejor amiga se hubiera ofrecido voluntaria para salir a servir a los privilegiados en el exterior y, ahora, fuese su propia hermana la que también tuviera que irse si resultaba elegida.
Y Vélez… ¿Qué podría estar pensando él? Casi podía sentir su rabia e indignación ante lo que el presidente era capaz de hacer. Ante la impotencia del resto de la ciudad subterránea que miraba con ojos arrasados y el corazón roto, pero sin fuerzas ni medios para rebelarse, cómo sus hijas, hermanas, primas, novias…eran secuestradas, literalmente, para poner a disposición del futuro presidente.
Los soldados, que se apostaban a la puerta de la nave, se encargaban de avisarlas cuando llegaban las bolsas que contenían la comida y sólo entraban en la nave si era estrictamente necesario, como ocurrió el primer día ante el desmayo que sufrió una de las muchachas.
Preferían no entrar para no enfrentarse a las miradas de reproche que muchas de ellas les dirigían. Ana estaba segura de que la mayoría pensaba que aquello era un acto humillante, no un premio o una oportunidad única como el Gobierno trataba de vendérselo y culpaban a los soldados de su falta de sensibilidad, sin pararse ni siquiera a pensar que, entre ellas había chicas que eran familia de esos mismos soldados. Ana comenzaba a entender esto y la situación, así, le parecía todavía mucho más penosa. El Presidente conseguía, de esta forma, mantener la tensión y enemistar a los propios habitantes de la ciudad subterránea entre sí.
El día antes de la elección, el alto cargo del ejército con base en la ciudad subterránea, ordenó que todas las muchachas se pusieran en pie frente a sus camas. Paseó por el centro del pasillo de muchachas que se había formado, mirándolas con descaro, pasando la vista sobre los cuerpos prácticamente adolescentes, y cuando llegó a Ana se detuvo, la miró detenidamente y observó un segundo el número de su placa de plástico.
Sólo quince minutos después un soldado se presentó frente a su cama y la ordenó que le acompañara. Tenía la voz temblorosa y su nuez subía y bajaba en su cuello cuando el muchacho tragaba saliva. Apenas tendría veinte años y, seguramente, no llevaba demasiado tiempo en el cargo ni nunca imaginó que un día tendría que estar cumpliendo una orden así.
Ana se levantó, dócil, como si lo hubiera estado esperando y le acompañó. El silencio en la amplia nave era tan sobrecogedor que se podía escuchar el taconear de las botas militares del muchacho.
Pensó que se encontraría de nuevo frente al alto cargo, pero se equivocó. La llevaron a una sala en la que la esperaba una mujer bajita, menuda, de piel oscura como su cabello y plagada de lunares que, lejos de afearla, la aportaban un extraño atractivo. La dedicó una amplia sonrisa, pero Ana no reaccionó ante ella. La sala estaba elegantemente amueblada, llena de color, no como los cubículos de los enterrados y era de un tamaño considerable. Ana no podía imaginar que existieran ese tipo estancias en la ciudad subterránea.
—¡Qué hermosa eres niña! —la dijo con emoción— Voy a hacer un magnífico trabajo contigo.
Ana temblaba. Hubiera querido ser fuerte. No quería dejar ver su miedo, su dolor, su humillación, su cobardía ante aquella situación. La mujer la inspeccionó la melena negra asintiendo complacida. Daba vueltas a su alrededor como si estuviera sopesando el verdadero valor de la mercancía que tenía entre manos.
—Estate tranquila —le susurró—, no te va a pasar nada.