Sulla se miró fijamente en el espejo del baño. Acababa de vomitar y las bolsas violáceas bajo sus ojos eran más intensas que nunca. Su rostro estaba atenazado por los nervios y la angustia. Se mojó la cara con agua fría y haciendo hueco en la palma de su mano derecha recogió agua directamente del grifo y se enjuagó la boca de forma compulsiva. El sabor no desaparecía. El ácido le seguía quemando la garganta y cerró los ojos y se apoyó en la pared mientras pegaba el cabello mojado contra el espejo dejándolo empapado. El cristal le devolvió una imagen borrosa. Comenzó a respirar tratando de meter el aire desde su vientre, intentando lograr la sensación de que sus pulmones se llenaban de oxígeno por completo.
El doctor Beman no tardaría en llegar. Hacía apenas cinco minutos que le había llamado. Hacía un par de años que aquel hombre se había convertido en una de las personas más importantes para él. Llevaba mucho tiempo realizándole pruebas, pero había sido hacía un par de años, mientras le sacaba sangre, cuando a Sulla le había dado un ataque de pánico. A pesar de llevar mucho tiempo tratando de esconder ante el presidente que el cuerpo a veces le temblaba, que la mirada se le iba y que tenía que sentarse en el suelo y meter la cabeza entre las piernas hasta que rompía a sudar y el sudor que le empapaba comenzaba a secarse y los puntos negros que aparecían ante sus ojos comenzaban a desaparecer, aquel día, en la consulta no pudo evitar que el doctor se diera cuenta.
—¿Estás bien?
El doctor extrajo la aguja del brazo del muchacho con rapidez y había evitado que se cayera de lado al suelo desde la banqueta que usaba, frente a una mesa baja, para realizar las extracciones de sangre.
Al principio, Sulla no quiso contarle que aquello no era un simple mareo por la visión de la sangre como había interpretado el doctor. Sin embargo, antes de salir de la consulta había roto a llorar.
El doctor le había hecho sentar frente a él. Sulla había comenzado a contarle que aquello le ocurría cada vez más a menudo. Le contó que sufría pesadillas tan frecuentes que no le dejaban descansar. Que notaba que le faltaba el aire hasta el punto de que, a veces, pensaba que se ahogaría. Que notaba que el corazón golpeaba contra su pecho, sus ojos se bloqueaban, las nauseas le invadían…
El doctor Beman se había convertido en el apoyo más importante para Sulla desde ese mismo día.
Y ahora, la idea de su padre de celebrar su presentación oficial en la ciudad subterránea, le tenía totalmente desquiciado. Más, si a eso sumaba la humillación a la que iba a someter a un montón de muchachas caminando frente a ellas para escoger a la que más le conviniera, como si fueran ganado o un postre que tomar después de la cena. La sorpresa ante tal noticia le había tomado tan desprevenido que, el día que el Presidente se lo había comunicado, el doctor Beman, le había tenido que suministrar el doble de tranquilizantes a los que estaba acostumbrado. De ese día en adelante, se mareaba cada vez que pensaba en la idea y en el poco tiempo que quedaba para que llegara el momento de partir en busca de una esposa de aquella forma.
Pues ese día había llegado. Él nunca había estado en la ciudad subterránea, bueno, sin contar el tiempo desde que había nacido hasta que le habían entregado. Ese tiempo no había llegado al año. Conocía todos los detalles porque el presidente se lo había contado, no se había guardado, ni tan siquiera, el dato de que su verdadero padre lo había entregado porque era un borrachín falto de voluntad. De hecho, aquello había sido una constante en su vida desde que comenzó a tener consciencia. No recordaba ninguna palabra de su padre alentándolo o alegrándose por alguno de sus logros. Nada parecía ser suficiente.
Sulla salió del baño mientras echaba hacia atrás su pelo castaño, dejando despejada su frente. Trataba de convencerse de que aquello pasaría en seguida y todo volvería a la normalidad aunque, en realidad, eso le daba casi más miedo. Su normalidad no era demasiado envidiable.
Miró sus ropas, cuidadosamente colgadas del galán de noche, y se sentó en la cama deseando que su padre estuviera lo suficientemente ocupado como para no tener que verlo, al menos, hasta dentro de un par de horas, momento en el que se desplazarían a la ciudad subterránea para su presentación. No le agradaba compartir tiempo con su padre y, gracias a dios, el sentimiento era mutuo, así que se evitaban en todo lo posible. Reproches era lo único que Sulla recibía del Presidente y desilusiones lo que el Presidente decía recibir de Sulla.
Comenzó a notar nauseas de nuevo. Se incorporó y avanzó hacia el baño, pero a medio camino escuchó los nudillos que golpeaban a su puerta y corrió a abrirla. Para su alivio, tal y como había pensado, era el doctor Beman. Éste, apenas vio sus ojos claros hundidos y su aspecto sudoroso comprendió de inmediato que estaba sufriendo una de sus, cada vez más frecuentes, crisis de ansiedad.
—Sulla, deberías haber tomado la pastilla —dijo entrando y cerrando la puerta tras de él.
—No quiero medicarme de por vida, doctor, ya lo sabes. Esto es sólo una crisis, una emergencia.
El doctor dejó su maletín sobre la cama de Sulla y lo abrió. Preparó una inyección y se la aplicó al joven en un brazo. El tranquilizante le hizo efecto inmediato, su rostro de se fue relajando y respiró aliviado. El doctor Beman devolvió todos sus instrumentos al maletín. Observaba por el rabillo del ojo cómo el muchacho se iba calmando. El color volvía a su rostro y los ojos claros y llorosos recobraban la dirección en su mirada. Su rostro era dulce, todavía aniñado.
—Sólo mi padre podía tener la maravillosa idea de celebrar la presentación en la ciudad subterránea —se quejó Sulla mientras volvía al baño y se rociaba de nuevo con agua el pelo castaño—. Y luego está lo de mi matrimonio ¡Por dios, sólo tengo veinte años!
—Sabes bien por qué tiene tanta prisa, Sulla —le dijo el doctor observándole mientras volvía del baño—. Y también sabes por qué lo celebra en la ciudad subterránea y te obliga a elegir esposa entre esas chicas.
Sulla contempló la ropa sobre el galán. Sí, claro que lo sabía. El sueño del presidente: conseguir, por fin, el primer nacimiento en el exterior y que, encima, fuera obra de su hijo. “Perpetuar la estirpe” pensó con ironía. Aquello, era una de las razones que habían acercado a Sulla al doctor, los análisis frecuentes que le realizaba para comprobar que seguía siendo fértil. Era lo único acerca de lo que el presidente había demostrado cierto orgullo, a pesar de saber que no tenía nada que ver con él, ni con nada relacionado con un logro propio, pero su fertilidad se había convertido en algo así como una muestra de hombría para su padre adoptivo.
—¿Imaginas que también en esto le decepcione? —preguntó Sulla. Y sonrió abiertamente—. Ponte que escojo a la única muchacha estéril de la ciudad subterránea.
El doctor Beman no le rio la gracia
—Es imposible, Sulla. En cuanto elijas, esa chica pasará por mi consulta.
A Sulla se le congeló la sonrisa. Cada vez se sentía más asqueado. En su propio dormitorio disponía de una colección de libros recuperados del cataclismo donde había leído acerca de maravillosas historias de amor y valores humanos ¿Qué había sucedido con todo aquello? ¿Tantas cosas podía destruir una catástrofe? ¿la catástrofe o el propio ser humano? Vivían en una ciudad artificial, comenzaba a pensar que incluso más artificial que la prefabricada bajo tierra.
—Claro, cómo no lo había pensado. No se le escapa una —dijo dando la espalda a Beman y asomándose a la ventana. En los jardines dos subterráneos trabajaban podando los árboles—. Esto cada vez me da más asco. —Traspasó sus pensamientos a la voz en alto.
Sulla y el doctor se quedaron en silencio. El doctor Beman compartía la opinión de Sulla pero prefería guardársela. La vida le había enseñado que no podía confiar en nadie y que las opiniones en ciertas circunstancias era mejor no compartirlas.
Sulla pensaba en aquellos enterrados que ahora trabajaban en el jardín ¿habría sido voluntad de ellos ofrecerse para trabajar en el exterior? Todos eran enterrados en realidad, todos provenían del mismo lugar. No podía creer que el resto de muchachos y muchachas que como él habían sido entregados de niños no tuvieran sentimientos encontrados. Por una parte, sus padres verdaderos les habían entregado, pero por otra ellos sabían que ahora, en ese mismo momento, esos padres , los suyos reales, vivían sometidos a la tiranía de los que les obligaban a llamarles padres. Imaginaba que todos pensarían en ello, pero nadie lo expresaba en voz alta. Al menos no sus amigos, sus antiguos compañeros de estudios, aquellos que llevaban una vida llena de lujos, como la suya, sabiendo que sus padres reales podían estar pudriéndose a tres plantas bajo tierra si es que aún seguían vivos.
—Vendrás con nosotros ¿verdad? —preguntó Sulla al doctor sin dejar de mirar por la ventana.
Al doctor le enternecía, en cierto modo, el apego que Sulla mostraba hacia él. Sabía que era dependencia psicológica más que otra cosa, pero no podía evitar aquella sensación de cariño hacia el muchacho. Sabía lo duro que resultaba para él la relación que mantenía con su padre. Sulla se sentía débil y cobarde porque el presidente le hacía sentir así y sus ataques de ansiedad eran cada vez más frecuentes, lo que le hacía sumergirse en un bucle sin final, cuanto más débil se sentía más ataques le daban y cuantos más ataques le daban más débil le hacían sentir. El doctor Beman le había suministrado unas pastillas ansiolíticas para que tomara a diario, pero Sulla se negaba a medicarse.
El doctor no podía evitar pensar que si hubiera encontrado una mujer con la que compartir su vida, o si no hubiera perdido a la única que a aquellas alturas le parecía que realmente había llegado a amar, aunque no hubiera sido capaza de reconocerlo en su mometo, Sulla hubiese sido la clase de hijo que le habría gustado tener.
—Sí —contestó Beman—, tu padre me quiere allí.
—Bien —asintió Sulla.
Ahora que el tranquilizante le había hecho completamente efecto y sabía que el doctor le acompañaría comenzaba a ver las cosas un poquito menos negras.