Enterrados, La ciudad subterránea

11.

Ana se observaba en el espejo. Le habían puesto un vestido de gasa roja, palabra de honor, con unos finos tirantes. Le llegaba justo a la altura de las rodillas. La mujer le había dejado la melena suelta y apenas la había maquillado. Las únicas joyas que llevaba eran dos perlas redondas en sus orejas. La palidez de su piel, sin apenas un solo lunar, ninguna mancha, fina como la seda gracias a la ausencia de luz solar durante toda su existencia, resaltaba de forma espectacular con el color rojo sangre del vestido.

—En todo el conjunto no hay nada tan bonito como tú —le dijo la mujer poniéndole el ramo de rosas, del mismo color que el vestido, en las manos.

Ana suspiró, la buena voluntad de la mujer en ensalzar su belleza la ofendía. Se dejó llevar por ella a lo que parecía la parte trasera de un teatro. Desde bambalinas podía ver la sala abarrotada. En primera fila, personas sentadas que hablaban entre ellas; vestidas de forma elegante y con varios colores mostraban su curiosidad por todo lo que les rodeaba de manera descarada. No les importaba que todos supieran que eran la clase alta del exterior. Pocos de ellos, como mucho alguno de los altísimos cargos del ejército, habían pisado antes la ciudad subterránea. Luego, tras ellos y ya de pie, había una multitud de personas todas vestidas de blanco. Estas personas, era probable que tampoco hubieran pisado esa parte de la ciudad subterránea antes.

Ana imaginó que habrían reservado espacio para los familiares de las chicas, que sería a esas personas a las que habrían dejado subir hasta la planta más cercana al exterior. Así que su madre y su hermana, seguramente, estarían mezcladas entre la multitud.

Ana se pasó la lengua sobre los labios secos, ligeramente maquillados. Tragó saliva con dificultad y pensó en el momento en el que tendría que salir al escenario, delante de todas aquellas personas, y entregar las flores al hijo del presidente. Seguramente, Vélez estaría allí, aunque ella no pudiera distinguirlo entre tanta gente. Era más que posible que hubiese conseguido hacerse pasar por el familiar de alguna de aquellas chicas o colarse sin más, para poder echar un ojo a la planta que ahora ocupaban las bases militares. Aquella era una oportunidad para la resistencia que él no dejaría escapar, pensó Ana con tristeza. “No hay mal que por bien no venga para la causa” se dijo a sí misma. Y una sonrisa triste se dibujó en sus labios durante un segundo.

¿Cuánto sabrían ellos de todo aquello? Seguramente Vélez estaría mucho más enterado que su madre y hermana, pero no creía que supiera que alguien tenía que entregar un ramo al hijo del presidente y que, ese alguien, sería precisamente ella.

Ana se sintió avergonzada. Sabía lo que Vélez estaría pensando sobre todo lo que estaba pasando. Posiblemente, la despreciaría por estar siguiendo el juego a los del exterior pero ¿qué podía hacer ella?

De nuevo, respiró hondo. Sintió la mano de la mujer que se posaba sobre su hombro tratando de transmitirla tranquilidad y consiguiendo tan sólo lo contrario, y deseó que todo acabara de una vez. Que aquel muchacho apareciera, decidiera y luego dejara a todos seguir con sus vidas adelante. Si ella tenía que ser la elegida, para qué alargar más el momento, para qué torturarse más. Sólo era una esclava más del sistema, una pobre muchacha a la que se podía mangonear, tal y como Vélez le había enseñado día tras día. Pensaba que el muchacho exageraba un poco; siempre había considerado que dentro de todo aquello sobre lo que la sermoneaba, su vida era suya, pero, ahora, se daba cuenta de que no era cierto, no era así y Vélez tenía razón. Era un juguete de los privilegiados cuya vida valía exactamente lo que ellos decidían que tenía que valer. Pues bien, adelante, que tomaran la decisión que tuvieran que tomar; como quiera que fuese, ella nunca volvería a ser la misma.

El hijo del presidente se dirigía, en esos momentos, hacia el escenario del teatro preparado para su presentación. Le flanqueaban su padre y el doctor Beman. Sulla mantenía la cabeza rígida y cada paso que daba hacía que su cerebro retumbara en su cráneo. Acababa de ver a más de trescientas jóvenes alineadas, cada una con una placa identificativa y él, dictando algún número de vez en cuando, al soldado que le acompañaba. Apenas las había mirado, la vergüenza que sentía no le dejaba casi respirar. Jamás sería capaz de comprender la prepotencia con la que algunos eran capaces de comportarse. Sabía que muchos disfrutarían en su lugar; el poder llegaba a hacerles creer mucho más importantes que los demás. Conocía muy bien a los de aquella calaña. Se había criado rodeado de la clase noble de los privilegiados. Niños y niñas que disfrutaban dejando en mal lugar a los enterrados porque era, para ellos, una forma de sentirse mejores. A él siempre le pareció una forma de hacer trampas, de engañarse a sí mismo. Desde niño le habían considerado raro. Tal vez no se atrevían a decirlo abiertamente por ser quien era, pero no podían disimular, hasta el punto de que él adivinara en sus miradas que no entendían porqué no se aprovechaba de algo de lo que ellos hubieran sacado provecho sin dudarlo.



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En el texto hay: romance, distopia

Editado: 06.03.2018

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