Enterrados, La ciudad subterránea

12.

Mientras miraba hacia las chicas, Ana le vio. Estaba en uno de los extremos. Llevaba la perilla recién arreglada, como si se hubiera puesto elegante para aquel acto. Apoyado contra la pared, parecía perderse entre las ropas blancas y amplias. Le veía mirar hacia las chicas, sabía que la buscaba con la vista. Por una vez, era él quien la buscaba a ella y no al revés. Ella vivía para él y él para la causa. A Ana le pareció que iba a echarse a reír para soltar toda la tensión que tenía acumulada y su cuerpo temblequeó en pequeñas convulsiones.

—Tranquila —escuchó la voz de la mujer tras ella.

Ana no conseguía despegar los ojos de Vélez ¿Qué estaría pensando? Él no podía verla desde allí. Ni él ni su madre ni su hermana. Ana se dio cuenta, de pronto, de que estarían muy preocupados por ella. Se la habían llevado del invernadero contra su voluntad y ahora no la veían entre las demás chicas. Pensó, desanimada, en la angustia que su madre estaría sintiendo. Su padre había sido siempre un hombre muy aprensivo. Se preocupaba por nimiedades. Constantemente le mostraba a Ana su amor por ella a través de besos, abrazos, pequeños regalos… La contaba cuentos, jugaban a hacerse cosquillas, la mimaba. Sin embargo, su madre siempre había sido la razón pura. Ana no recordaba demasiado cariño por su parte pero, después de que su padre muriera, Ana comenzó a darse cuenta de que su madre no era tan valiente como parecía. Sólo había fingido ser fuerte para proteger a su padre de todos sus miedos, pero en cuanto él se fue ella le sustituyó. Comenzó a vivir aterrorizada por la idea de perderlas a ellas, sus hijas, y como con Ana la relación física nunca había existido volcó todo su cariño en Siri que aún era un bebé. Ahí, Ana había recuperado un poco más el cariño hacia aquella mujer que había conseguido mostrarse dura sólo para mantener a su padre a salvo. Pero la relación nunca se normalizó entre ellas.

Aún así, Ana nunca se había sentido desplazada. Como por mimetisto, tomó el papel que su madre había abandonado y se convirtió en la “fuerte” de la familia. No aceptaba ni mostraba su cariño pero creía firmemente que su madre y su hermana la querían, y pensar que en aquel momento estarían sufriendo por ella la hacía sentir muy infeliz. Ya no podía seguir disimulando, cuando su padre murió y su madre, al fin, dejó de sentirse obligada a ser la fuerte de la familia, había pasado a ocupar, inconscientemente ese papel, sí, había asimilado esa fortaleza pero, ahora, todo se estaba desmoronando y sentía que también ella se estaba comenzando a desinflar. Aquella situación no era fácil de sobrellevar y, por más que quisiera, el miedo ante la posibilidad de salir elegida y tener que enfrentarse a ello la estaba afectando mucho más de lo que hubiese podido pensar.

Uno de los altos cargos del ejército había comenzado a hablar por un micrófono en cuanto la última de las chicas había ocupado su puesto a los lados del escenario. En la sala había un silencio relativo. Algunas manos se movían discretamente saludando a alguna de las chicas. Ana observaba la cara confundida de Vélez que observaba a uno y otro grupo buscando su rostro entre el de las otras chicas. Ella podía ver sus ojos, brillantes, dislocados, sin poder entender la razón por la que no conseguía localizarla entre las demás. Recordó aquel día en el aula, cuando tiró todas aquella solicitudes en la papelera y las prendió fuego. Cuando no había dejado de mirarla con furia mientras le sacaban de la clase.

La sala prorrumpió en aplausos y el presidente surgió del lado contrario al que estaba Ana y se acercó al micrófono.

—Hoy es un gran día para mí como padre y para vosotros como pueblo de esta nación… —comenzó el discurso con voz potente.

Ana dejó de mirar a Vélez y volvió su rostro hacia el presidente y cuando sus ojos se encontraron sintió que una punzada le atravesaba el vientre. Fue apenas un segundo, pero ella pensó que se mareaba, que se desmayaría. No podía ser cierto. Sus ojos se quedaron clavados en él y no pudo escuchar el resto del discurso. Un pitido se adueño de sus oídos. Aquel rostro era rígido, hermético, su expresión fría le causaba pavor, pero lo que más horror le producía es que aquel no era otro sino ¡el rostro de su padre!

La gente en la sala había comenzado a aplaudir de nuevo y Ana notó que las manos de la mujer que tenía detrás la empujaban hacia el escenario. El presidente ahora le daba la espalda y tenía los brazos extendidos en el aire como si fuera a recibir a alguien. Ana se estaba quedando sorda, no oía, el pitido subía de volumen. Puntos negros bailaban frente a sus ojos y su cuerpo no respondía a las órdenes de movimiento que su cerebro le enviaba. Era imposible, no podía ser cierto ¿qué estaba pasando? Aquello era demasiado para ella. A aquella horrible situación de sentirse obligada, humillada, vendida, ahora se unía una confusión tremenda. Aquel hombre era el vivo retrato de su padre.



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En el texto hay: romance, distopia

Editado: 06.03.2018

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