A las once de la mañana, un soldado atravesó la sala a paso marcial y se detuvo junto a la cama de Ana. Era un muchacho joven, con el uniforme nuevo, impecable y las botas brillantes, libres de polvo o tierra. No había tierra en la ciudad subterránea. Ella le miró, pálida, y se puso en pie.
Llevaba allí sentada desde las siete y ni siquiera había tocado la bolsa de plástico que contenía una manzana y un zumo envasado a modo de desayuno. Alguna de las otras muchachas la había dejado sobre su cama cuando comprobó que ella no se acercaba a recogerla a los carritos que los soldados dejaban junto a la puerta de entrada. No sabía quién habría tenido la valentía de tener aquel detalle con ella. Podía imaginar la mirada del resto de las chicas mientras aquella persona dejaba la bolsa sobre su cama. Lo más posible es que hubiera aprovechado a hacerlo cuando ella fue al baño, pues lo había encontrado allí al volver, pero no había tenido fuerzas para tomarlo, pues aún tenía el estómago revuelto y el sabor de la bilis llenando su garganta.
Ana pensó en Siri. En un par de meses, seguramente pasaría a ocupar su puesto en el invernadero. Quedaba una semana para que terminara el curso. Hacía unos días estaba angustiada por la marcha de su amiga, deprimida, sumida en una tristeza provocada por la incomprensión hacia la decisión que los padres de su amiga habían tomado, y ahora era ella la que se iba.
Una lágrima resbaló silenciosa por su mejilla, pero el soldado, fingiendo indiferencia, la empujó apremiándola y ella aceleró el paso entre las filas de camas mientras las demás muchachas la seguían en silencio con la vista. No se escuchaba el más mínimo murmullo. De repente, ya no parecían odiarla. La realidad caía como una pesada losa sobre ellas. Se la estaban llevando. Era cierto. No era un juego. Nadie sabía lo que le esperaba allá fuera, y fuese feliz o desgraciada, la arrancaban de su casa a la fuerza. Esa era la única verdad.
¿Cuántas envidias estaría suscitando? ¿Cuántos odios? ¿Cuánta lástima? No, ella no era nadie. Ella no tomaba ninguna decisión. Alguien que se creía su dueño decidía su destino. La sacaba de una jaula, su jaula, y la llevaba a otra, una de oro, pero otra, no la suya.
Al pasar frente a la cama de Camelia, la chica que trabajaba en su mismo turno en el invernadero, notó que ésta le rozaba levemente un brazo. Apenas apretó su antebrazo ante la prisa con la que le hacía caminar el soldado. Ana se preguntó si habría sido ella la que había recogido la bolsa con el desayuno para dejarla sobre su cama.
—Adiós, Ana —susurró. Y a ella le pareció que lloraba.
Ana notó que, de nuevo, se le formaba un nudo en la garganta. Aquella muchacha había sido más que generosa con ella. Aquella muchacha le había concedido lo que Vélez le había negado. ¡Qué extraño! Nunca había cruzado con aquella chica más de cuatro palabras, pero el tono de su voz le pareció sinceramente afligido. Lloraba por ella, como si supiera todo lo que estaba sintiendo por dentro.
De pronto, Ana se alegró de que no hubieran escogido a aquella chica. Tenía que pensar como ella para hablarla y llorar así. Nadie merecía ser obligado a hacer algo así, a la fuerza. Sintió ganas de rebelarse, de pararse y gritarlas a todas que no permitieran que se la llevaran, que no permitieran que se llevaran a ninguna, ni a ningún bebé, ni a ningún adolescente dispuesto a ponerse un uniforme y volverse en contra de quienes le habían criado. Sin embargo, su cuerpo estaba exhausto y su estómago seguía revuelto. Se volvió hacia el soldado.
—¿A dónde me llevas? ¿Directa al exterior?
El soldado no la contestó.
—¿No van a dejarme ver a mi familia?
Tampoco esta vez la contestó.
—Podría ser tu prima, tu mejor amiga, tu novia ¿por qué nos hacéis esto?
El soldado continuó con la mirada fija al frente, sin contestar. En aquellos momentos incluso a ella se le olvidaba que aquel muchacho no era más que otra pieza del engranaje del poder.
La sacó de la nave. La llevó a lo largo de dos pasillos y bajaron una planta. Pasaron tres controles de seguridad y desembocaron en una sala en la que se encontraba la mujer que la había preparado para entregar el ramo.
Isabel la sonrió y abrió sus brazos. Ana se dejó abrazar y comenzó a sollozar. Era raro, triste, sentir que los brazos de aquella mujer ya se estaban convirtiendo en un segundo hogar debido al temor. Ante todo lo desconocido, aquella mujer con la que había entablado una mínima relación se la asemejaba a una tabla de salvamento. Pensó, con impotencia, que podría ser que no tardara tanto como ella pensaba en adaptarse al exterior. Que su mente buscaría la forma de mantenerse sana y eso sólo lo podría conseguir dejándose abrazar por lo nuevo, como estaba haciendo en esos momentos, engañándose, recurriendo al instinto de supervivencia.
Se dio cuenta de que, en tres días, había llorado todo lo que había guardado en su interior durante años. Se sentía demasiado sola, demasiado desamparada e, igual que su madre cuando su padre había muerto, ya no tenía ninguna razón para seguir haciéndose la fuerte. ¿Cuánto aguantaría? ¿cuánto tardaría en dejarse llevar por lo que se la ofreciera escondiendo sus convicciones en algún rincón de su mente? Hasta hacía muy poco estaba segura de no ceder, de no dejar que la convencieran y sin embargo, refugiada en los brazos de aquella mujer, comenzaba a dudar de sus convicciones.