Entre acero y destino.

El bosque del destino.

Capítulo 1: El bosque del destino

El amanecer se filtraba entre las montañas del norte como un hilo dorado sobre el hielo. La neblina aún dormía sobre los tejados de Valdrheim, y las antorchas del castillo comenzaban a apagarse una a una mientras el viento traía el olor a madera húmeda y nieve.

En lo alto de la torre oriental, Astrid contemplaba el horizonte.

Su cabello dorado se movía con la brisa fría y sus dedos, finos y pálidos, jugueteaban con el broche de plata que sujetaba su capa.

Aquel era el día en que debía reunirse con los consejeros del reino, hablar sobre alianzas y promesas de matrimonio…

Pero su corazón no estaba hecho para hablar de tratados, sino de caminos libres y cielos abiertos.

—Solo una hora —murmuró, mirando el establo que se veía a lo lejos—. Solo una hora antes de volver a ser la hija perfecta del rey Eirikr.

Tomó una capa de lana gruesa, de color azul oscuro, y bajó sin ser vista por la puerta lateral del castillo. Su guardia aún dormía, y el amanecer apenas despuntaba.

En el establo, su yegua Freyja relinchó suavemente al verla.

—Tranquila, muchacha —susurró, acariciándole el cuello—. Solo iremos hasta el bosque, nada más.

El sonido del metal resonó cuando ajustó la montura. Subió con elegancia, sujetando las riendas con manos seguras, y salió al galope.

El aire helado golpeó su rostro. El paisaje era un lienzo blanco cubierto de escarcha; los árboles, altos y oscuros, parecían custodios del silencio.

Los copos de nieve caían con suavidad, y la respiración del animal se convertía en nubes blancas que se disolvían con el viento.

Por unos minutos, Astrid olvidó que era princesa.

Olvidó los muros, las lecciones, los compromisos que pesaban como cadenas.

Rió.

Sintió que el alma se le expandía con el trote rápido de Freyja, y que el mundo —por un instante— le pertenecía solo a ella.

Pero el bosque tenía su propio ritmo, y el destino, su propia forma de intervenir.

Un sonido seco, un crujido entre los arbustos, hizo que Freyja se encabritara.

Astrid intentó calmarla, pero el caballo, asustado por algo invisible, giró bruscamente y corrió sin dirección.

—¡Freyja, detente! —gritó, tirando de las riendas.

Las ramas le azotaron el rostro, los cascos golpearon contra el suelo helado, hasta que una raíz sobresaliente hizo que el animal perdiera el equilibrio.

El cuerpo de Astrid fue lanzado hacia adelante.

Cayó sobre la nieve con un golpe seco. El aire escapó de sus pulmones. Un dolor punzante le atravesó la pierna derecha.

Intentó moverse, pero el dolor la detuvo.

El bosque se quedó en silencio.

El único sonido era el eco distante de Freyja alejándose entre los árboles.

Astrid respiró hondo, tratando de contener el llanto.

—Vamos… no puede ser tan grave —susurró, intentando incorporarse. Pero el dolor volvió con más fuerza.

La nieve bajo ella se tiñó apenas de rojo.

Fue entonces cuando escuchó pasos. Pasos firmes, pesados, que crujían la nieve con ritmo constante.

Alzó la vista, y una sombra se movió entre los árboles.

Perspectiva de Kael

A varios metros de allí, el guerrero Kael Ragnarsson se colocaba el arco sobre el hombro.

El aire helado no le molestaba; había crecido con él. El bosque era su hogar tanto como su campo de batalla.

—Hoy cazaremos solo lo necesario —dijo a su compañero, un joven guerrero de su aldea.

El muchacho asintió y partió por el sendero opuesto. Kael prefería la soledad cuando cazaba.

El silencio del bosque era el único lugar donde podía pensar sin recordar la guerra.

Desde la última batalla, su clan había permanecido oculto, reagrupándose tras la pérdida de varios hombres.

Kael aún llevaba sobre el pecho el medallón de su hermano caído, un símbolo de hierro con la runa de la protección.

“Prometí no volver a sentir nada que me hiciera débil”, se repetía cada mañana.

El viento soplaba con fuerza, levantando la nieve. Kael agachó la cabeza y avanzó hasta llegar al arroyo helado. Se detuvo al ver las huellas frescas de un caballo.

Demasiado fino para ser un animal salvaje.

Y el rastro… llevaba sangre.

Tensó el arco instintivamente y siguió el rastro.

No tardó mucho en encontrarla.

Allí, entre los árboles cubiertos de escarcha, estaba ella.

Una mujer vestida con telas finas, una capa azul y el cabello extendido sobre la nieve como un halo de oro.

Su respiración era débil.

Kael bajó el arco, desconfiado. Miró a su alrededor: ningún guardia, ningún ruido.

—¿Quién eres? —preguntó con voz grave.

Ella abrió los ojos lentamente. Su mirada azul lo atravesó como una flecha.

—Me he caído… de mi caballo —respondió con dificultad.

Él se acercó con cautela. La forma en que hablaba, su acento, la calidad de su capa… todo en ella gritaba nobleza.

Entonces lo entendió.

—Eres de Valdrheim —dijo con un deje de desprecio.

Ella alzó la barbilla con orgullo a pesar del dolor.

—Soy Astrid… hija del rey Eirikr.

Kael apretó la mandíbula.

La hija del enemigo.

El mismo rey que había arrasado con su aldea años atrás.

Durante un instante, el guerrero pensó en marcharse, dejarla allí.

Pero algo en su mirada —esa mezcla de miedo y valentía— lo detuvo.

No podía.

Aunque su mente le gritara que la dejara morir, su corazón le ordenaba protegerla.

Suspiró y se arrodilló junto a ella.

—Tu pierna está mal. Si intentas moverte, no llegarás lejos.

—Entonces… ¿vas a ayudarme? —preguntó ella con una voz frágil.

Él la miró con dureza.

—No sé si salvarte es ayudar… o condenarme.

Y mientras el sol del norte se alzaba sobre ellos, dos destinos enemigos se entrelazaron por primera vez, bajo la mirada silenciosa del bosque.

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