Capítulo 2:
El aire helado mordía la piel mientras Kael avanzaba con el cuerpo de Astrid sostenido entre sus brazos.
Cada paso que daba sobre la nieve dejaba una huella marcada, una línea de silencio que el bosque guardaría como secreto.
La princesa estaba débil, su respiración entrecortada y el rostro pálido.
El guerrero la miraba de reojo, luchando con una mezcla de instintos opuestos: la compasión que lo obligaba a salvarla… y el odio que le recordaba que esa mujer pertenecía al enemigo.
Su aldea estaba escondida entre montañas cubiertas de pinos, protegida por un muro de piedra que se levantaba contra el viento.
A lo lejos, se veían columnas de humo escapando de las chozas y el sonido de martillos golpeando hierro.
Era un pueblo de supervivientes.
De aquellos que habían perdido demasiado.
Antes de llegar a la entrada principal, Kael se desvió hacia un sendero estrecho, cubierto de nieve.
No podía dejar que nadie la viera.
Si los suyos descubrían que había traído a la hija del rey enemigo, la matarían sin dudarlo… y quizás a él también.
Entró en una cabaña apartada, vieja y de paredes agrietadas por los inviernos. Dentro, una anciana de cabellos blancos y mirada dura removía un caldero sobre el fuego.
—Ingrid —dijo Kael con voz baja.
La mujer levantó la vista, sorprendida al verlo con una desconocida en brazos.
—¿Qué has hecho, muchacho?
—Necesito tu ayuda —respondió él, depositando con cuidado a Astrid sobre una cama de pieles—. Está herida. Una caída.
La anciana se acercó, sus manos temblorosas pero seguras.
—Esto no es una aldeana… sus ropas, su anillo... —la mirada de Ingrid se volvió severa—. ¿Quién es, Kael?
El guerrero apartó la vista.
—No preguntes. Solo encárgate . Nadie debe saber que está aquí. Ni siquiera ella.
Ingrid lo observó por un largo silencio, y luego asintió lentamente.
—Por tu padre, lo haré. Pero juro, si alguien descubre esto, no habrá refugio para ninguno de nosotros.
Kael asintió con firmeza.
—Confío en ti, vieja amiga.
Antes de salir, se giró hacia Astrid, que lo miraba con los ojos entreabiertos, apenas consciente.
—Descansa. Estás a salvo… por ahora.
Y salió en silencio, cerrando la puerta tras él.
Horas más tarde
La cabaña olía a hierbas y fuego.
El sonido del viento afuera era constante, como un lamento del norte.
Astrid despertó entre pieles suaves, con una venda limpia en la pierna. La luz anaranjada del hogar iluminaba las arrugas de la anciana que la vigilaba.
—¿Dónde… estoy? —susurró.
—En un lugar donde nadie debería encontrarte —respondió Ingrid sin mirarla.
Astrid se incorporó con esfuerzo.
—El hombre que me trajo… ¿quién es?
—Kael Ragnarsson —dijo la anciana, pronunciando el nombre con un respeto que mezclaba temor—. Nuestro jefe de guerra.
Astrid guardó silencio.
El nombre le era familiar, lo había escuchado en los consejos de su padre, entre las listas de enemigos a erradicar, pero ella no tenía permitido saber las razones.
“El salvaje del norte”, lo llamaban.
La princesa tragó saliva.
—Le debo la vida.
Ingrid bufó con desdén.
—A veces salvar la vida de un enemigo no es un acto de bondad, sino una carga del destino.
Astrid la miró confundida.
—Gracias por ayudarme —dijo con suavidad.
La anciana la miró por fin, sus ojos grises llenos de tristeza y enojo.
—No lo hago por ti, muchacha.
—¿Entonces por qué?
—Lo hago por él, por el jefe de nuestra tribu.
Su voz tembló ligeramente, pero no por debilidad, sino por el peso del recuerdo.
—Ustedes nos han quitado demasiado… todos esos hombres que no regresaron de la guerra. Y entre ellos… mi querido nieto.
Astrid sintió un nudo en el pecho.
Por primera vez, el enemigo tenía rostro.
Tenía dolor.
El silencio se alargó. Solo el fuego rompía el aire con sus chasquidos.
La princesa bajó la mirada.
—No sabía… que habían perdido tanto.
—Tu padre no habla de los muertos, niña. Solo de la gloria y del trono —respondió Ingrid con amargura—. Pero en nuestras aldeas, las madres seguimos enterrando a nuestros hijos.
Astrid apretó la manta entre sus dedos. Por primera vez, la voz de su padre resonó en su mente de un modo distinto.
“Debemos acabar con ellos antes de que lo hagan con nosotros”, decía siempre.
Pero ¿y si todo era una mentira?
Mientras tanto
Fuera de la cabaña, Kael caminaba con el ceño fruncido. El peso de lo que había hecho lo atormentaba.
Cada paso que daba lo acercaba al peligro.
Había prometido proteger a su pueblo, y sin embargo, ahora escondía a quien podría destruirlo.
Se dirigía hacia el taller de armas cuando una voz dulce, demasiado familiar, lo detuvo.
—Kael… —era Svala, la joven con la que compartía noches, y nada más—.
Ella lo observaba con ojos inquisitivos.
—No viniste a verme, ni te presentaste al entrenamiento. ¿Qué ocurre?
Kael apartó la mirada.
—Nada que debas saber.
—Mientes —dijo ella con una sonrisa amarga—. Cuando mientes, frunces la mandíbula. Lo he visto antes.
Kael resopló.
—Vuelve a tus tareas, Svala.
—¿Tareas? —replicó ella, dando un paso al frente—. ¿Qué escondes, Kael? He visto cómo te desviaste del sendero de caza esta mañana. Y escuché que entraste en la cabaña de la vieja Ingrid.
Su mirada se volvió peligrosa.
—¿Qué hay allí que no pueda saber el resto de nosotros?
Kael se detuvo. La observó fijamente.
—Ten cuidado con lo que dices. Hay secretos que pueden costarte la lengua… o la vida.
Svala retrocedió, pero sus ojos brillaban con curiosidad venenosa.
—No descansaré hasta descubrir qué ocultas.
Kael se marchó sin responder, sintiendo la tensión arderle en la sangre.
El destino le había arrojado una princesa en brazos… y con ella, una posible guerra.