Capítulo 3:
El fuego crepitaba suavemente dentro de la cabaña.
Las sombras danzaban sobre las paredes de madera, mientras la nieve seguía cayendo afuera, cubriendo el mundo con su manto de silencio.
Astrid había pasado varios días recuperándose. Su pierna sanaba lentamente bajo el cuidado firme de Ingrid, la anciana que, al principio, la miraba con frialdad, como si cada vendaje fuera una penitencia.
Pero con el paso de los días, la dureza en los ojos de la mujer comenzó a desvanecerse. Porque algo había en la mirada de Astrid que hacía doblegar los temples más duros.
Astrid, lejos de mostrarse arrogante o altiva, la trataba con respeto.
A veces la ayudaba a moler las hierbas, otras le hablaba de los libros y las canciones que había aprendido en el castillo.
—Mi madre solía decir que una reina debía aprender más que órdenes… debía entender el dolor de su pueblo —le contó una tarde, mientras el aroma de las hierbas curativas llenaba el aire.
Ingrid se detuvo, observándola con atención.
—Tu madre… ¿ella también creía en la paz?
Astrid sonrió con melancolía.
—Sí. Decía que la paz no se conquista con espadas, sino con justicia. Pero murió antes de poder verlo. Desde entonces… mi padre solo habla de conquistas.
La anciana se quedó callada.
En su interior, algo se movió. Había pasado años odiando el nombre de esa familia, y ahora, frente a ella, estaba la hija del hombre al que culpaba por todas sus pérdidas.
Pero esa muchacha no tenía odio en los ojos.
Tenía esperanza.
Por primera vez, Ingrid pensó que quizás no todos los Valdrheim eran iguales.
Fuera de la cabaña
El día se deslizaba gris sobre el horizonte cuando Kael se acercó en silencio.
Había pasado las últimas horas planificando cómo devolver a la princesa a su reino sin que nadie lo descubriera. Pero los rumores crecían.
Svala lo seguía con la mirada en cada rincón, y su intuición de mujer comenzaba a volverse peligrosa.
Kael colocó una mano sobre la puerta antes de entrar, pero se detuvo al oír las voces dentro.
Era Astrid quien hablaba.
Su voz era suave, cálida, pero cargada de fuerza.
—No quiero más sangre, Ingrid. No deseo ver más hombres morir por orgullo o miedo. Si alguna vez tengo poder… quiero que los niños de ambos reinos puedan correr sin temor. Que el norte deje de ser sinónimo de guerra.
El silencio que siguió fue tan profundo que Kael sintió un nudo en el pecho.
Sus dedos se tensaron sobre la madera.
Durante toda su vida había creído que los nobles eran arrogantes, fríos y ciegos ante el sufrimiento ajeno. Pero esa voz… esa voz no hablaba con falsedad.
Por un instante, el hielo de su corazón se agrietó.
Sin embargo, el guerrero sabía que la compasión podía ser una trampa.
Sacudió la cabeza, recuperando su dureza, y entró.
La puerta se abrió con un crujido. Ingrid y Astrid lo miraron al mismo tiempo.
Kael caminó hasta el fuego, sus pasos firmes.
—Debemos marcharnos —dijo sin rodeos—. Svala sospecha. Y cuando esa mujer sospecha, no descansa hasta encontrar respuestas.
Astrid lo observó con curiosidad.
—¿Svala? —preguntó.
Antes de que Kael pudiera responder, Ingrid habló:
—La compañera de Kael.
Astrid sintió un pequeño golpe en el pecho, uno que no esperaba.
Una sensación tibia, incómoda… celos, aunque no lo admitiría.
Aun así, sonrió con elegancia y dijo con tono calmo, casi irónico:
—Qué mujer tan afortunada. Debe ser… difícil amar a un hombre que pasa más tiempo entre guerras que en su lecho.
Ingrid bajó la mirada, conteniendo una sonrisa, y Kael frunció el ceño apenas, pero una chispa divertida cruzó por sus ojos.
La princesa lo había desafiado sin perder la compostura.
Y, para su sorpresa, disfrutó verla hacerlo.
—No tienes por qué preocuparte por eso, princesa —respondió él con voz baja, cargada de ironía—. No es amor lo que ella busca en mí.
Astrid mantuvo la mirada en él.
El aire entre ambos se volvió denso, eléctrico.
Pero fue la anciana quien rompió el silencio.
—Basta ya de juegos. Si van a marcharse, deben hacerlo antes de que anochezca. Las patrullas estarán afuera.
Kael asintió.
—Prepara tus cosas. No podemos dejar rastro.
Astrid se levantó con ayuda de Ingrid. Su pierna aún dolía, pero podía caminar.
Mientras se ajustaba la capa, la anciana fue hacia un pequeño cofre de madera. Lo abrió y sacó un collar con una piedra verde, pulida y brillante.
—Tómalo —dijo Ingrid, colocándoselo en el cuello—. Es una piedra de freyr, para la unión y la paz. Tal vez te recuerde lo que prometiste.
Astrid acarició la piedra con ternura.
—Lo haré. Y te juro, Ingrid… que habrá paz pronto.
La anciana la miró con ojos húmedos, pero no dijo nada más.
Astrid, impulsada por el agradecimiento, la abrazó.
Fue un gesto sencillo, pero sincero. Ingrid respondió con torpeza, como si hacía años no sentía calor humano sin resentimiento.
Kael los observó desde la puerta. Por un momento, esa escena le pareció algo imposible en su mundo de guerra.
—Tenemos que irnos —dijo al fin, con tono firme.
Astrid asintió.
—Entonces vámonos, Kael Ragnarsson. Y que el destino nos guíe correctamente.
La anciana les abrió una salida trasera que daba al bosque. La nieve cubría sus pasos, y el viento del norte soplaba fuerte, borrando toda huella.
Mientras se alejaban, Astrid volteó una última vez. Ingrid se mantenía de pie junto al fuego, con el rostro iluminado por la llama y el brillo de esperanza en sus ojos cansados.
Y así, bajo el cielo gris del norte, una princesa y un guerrero enemigo caminaron juntos hacia el riesgo, con un secreto compartido y un lazo silencioso que comenzaba a nacer entre ellos.
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Ahora si empieza a tomar forma la cosa, creo que esto se pondrá muy interesante, me encanta esta historia creo que ya tengo personajes favoritos nuevos jeje