Capítulo 4: El rugido del rey
El viento del norte rugía con fuerza sobre las murallas de Valdrheim.
El día había amanecido gris, pero no era el clima lo que traía sombras al reino, sino la noticia que había sacudido el castillo desde el amanecer:
La yegua de la princesa Astrid, Freyja, había regresado sola.
Sin jinete.
Con el lomo cubierto de escarcha y una mancha de sangre seca en el costado.
Desde ese momento, el castillo entero se convirtió en un hervidero de caos y miedo.
Los guardias se lanzaron a los bosques, los jinetes recorrieron cada sendero congelado, y las campanas del templo no dejaron de sonar durante horas.
Pero la nieve había caído durante toda la noche, borrando cualquier rastro.
No había huellas, ni señales de lucha, ni testigos.
Solo el silencio blanco del invierno y una yegua sin su ama.
En el salón del trono, el aire pesaba con la furia contenida de un hombre al borde del estallido.
El rey Eirikr de Valdrheim caminaba de un lado a otro, su capa carmesí arrastrándose sobre las losas de piedra.
Su mirada, fría y encendida al mismo tiempo, reflejaba la desesperación de un padre… y la ferocidad de un conquistador.
Golpeó el brazo del trono con el puño.
—¡Han pasado tres días! ¡Tres! —rugió—. ¡Y mi hija sigue desaparecida! ¿Dónde están sus jinetes, sus soldados, dónde está mi ejército victorioso?
Los consejeros reales, sentados frente a él, evitaron su mirada.
Uno de ellos, Lord Hakon, un hombre de barba cana y voz serena, se atrevió a hablar:
—Majestad… los hombres han buscado día y noche. Si la princesa está con vida, pronto la hallarán. Pero… debemos mantener la calma.
El rey giró bruscamente hacia él, con el rostro enrojecido por la ira.
—¿Mantener la calma? ¡Mi única hija ha desaparecido! ¡Y usted me pide calma!
Su voz retumbó por todo el salón.
Otro consejero, más joven, intervino con cautela:
—Hay rumores, mi señor. Algunos dicen que podrían haber sido los Ragnarsson, del clan del norte.
El nombre encendió una chispa en los ojos del rey.
—¡Por fin! —exclamó—. ¡Sabía que esos salvajes no tardarían en mostrar su traición!
—Mi señor —dijo Hakon, poniéndose de pie—, no hay prueba alguna de eso. La nieve borró todos los rastros. Si atacamos sin certeza, otros pueblos podrían vernos como agresores.
Eirikr lo miró con rabia contenida.
—¿Y qué me importa lo que piensen esos cobardes? ¡Ellos no han perdido a su sangre!
Hakon respiró hondo, sabiendo que caminaba sobre hielo delgado.
—Si declaramos la guerra sin motivo, su majestad, los reinos aliados temerán su furia y lo abandonarán. Nadie sigue a un rey que ataca a ciegas.
—¿Insinúas que debo quedarme de brazos cruzados mientras esos perros se ríen de mí? —gruñó el rey.
—No, mi señor —replicó el consejero, manteniendo la calma—. Le pido que espere, que investiguemos. Si los Ragnarsson no tienen nada que ver con la desaparición de la princesa y usted los ataca, los otros clanes pensarán que se ha vuelto un rey sanguinario.
—Y podría provocar una revuelta —añadió otro con voz temblorosa—. El pueblo está cansado de la guerra, majestad. Si los obliga a pelear por venganza y no por justicia… podrían levantarse.
El silencio que siguió fue tenso.
Eirikr apretó la mandíbula, su respiración era un fuego contenido.
Su mente bullía con furia y dolor, pero sabía que aquellos hombres tenían razón.
Aun así, el odio lo consumía.
Desde la muerte de su esposa, el rey había encontrado consuelo solo en una cosa: la guerra.
Y el clan de Kael Ragnarsson había sido su enemigo favorito, su excusa perfecta para desatar su cólera sobre el norte.
Ahora, con la desaparición de Astrid, esa vieja sed de venganza ardía más fuerte que nunca.
El rey caminó hacia la ventana, mirando el horizonte nevado.
—Ellos tienen que ver con esto… lo sé. Esos bárbaros han esperado una oportunidad para humillarme.
Su voz se volvió un murmullo grave.
—Solo necesito una razón, una sola, para arrasar con su aldea y borrar su nombre del mapa.
Los consejeros intercambiaron miradas de preocupación.
Sabían que el rey no descansaría hasta tener esa razón, real o inventada.
—Sigan buscando —ordenó Eirikr con tono helado—. Revisen cada bosque, cada río, cada cabaña. Si mi hija vive… la traerán de vuelta. Y si está muerta… traerán las cabezas de quienes lo hicieron.
Su mirada se endureció.
—Y si descubro que los Ragnarsson están detrás de esto… Descubrirán que no han conocido la ira de mi espada, borraré el nombre de ese asqueroso clan de una vez por todas.
El eco de su voz retumbó entre las columnas del salón como un presagio de guerra.
Afuera, la nieve seguía cayendo silenciosa, cubriendo el reino con un velo blanco…
El mismo velo que escondía a la princesa que aún respiraba bajo el mismo cielo, lejos del odio de su padre y más cerca del hombre que el destino había puesto en su camino.
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Omg, no sé ustedes, pero esto se puso color de hormiga este padre de Astrid me da aires de loco y me da miedito de lo que vaya a hacerle al clan de Kael. Que pasará?