Capítulo 5:
El amanecer despuntaba entre los pinos cuando Kael y Astrid emprendieron el camino lejos de la aldea.
El bosque parecía interminable, envuelto en una bruma azulada que se deslizaba entre los árboles como un espíritu antiguo. El aire olía a musgo, nieve y leña húmeda.
Kael avanzaba en silencio, atento a cada crujido, cada sombra.
Astrid, en cambio, no podía evitar mirar a su alrededor con fascinación. A pesar del frío que le mordía las mejillas, había algo en ese lugar que la hacía sentirse extrañamente viva.
Por momentos, el guerrero lanzaba breves miradas hacia ella. No entendía por qué aquella mujer, hija del enemigo, le generaba una sensación que no conocía.
Era más que curiosidad.
Era como si la bondad que irradiaba Astrid derritiera, poco a poco, las murallas que durante años había levantado para sobrevivir.
Aun así, se repetía una y otra vez que no debía confiar en ella, que su sangre real podía ser veneno disfrazado de dulzura.
Pero cuando ella lo miraba con esa serenidad… el mundo parecía detenerse.
Atravesaron un claro donde el sol invernal se filtraba a través de los árboles, tiñendo la nieve de un dorado suave.
De pronto, Astrid detuvo su paso.
—Mira —susurró, señalando con un gesto delicado.
A pocos metros, un ciervo de pelaje pardo y cuernos majestuosos bebía agua de un riachuelo helado.
Astrid se acercó despacio, sin miedo.
El animal levantó la cabeza y la observó, curioso pero tranquilo.
Kael la miró, tenso. Cada paso que daba la princesa lo mantenía al borde del impulso.
Ella extendió la mano, y el ciervo, como si reconociera en ella algo puro, permitió que sus dedos rozaran su pelaje.
La escena parecía sacada de un sueño.
Hasta que Kael sintió un estremecimiento en la nuca, una corriente fría que le recorrió el cuerpo.
El instinto lo atravesó como un rayo.
—¡Atrás! —rugió.
Astrid apenas tuvo tiempo de girarse cuando un lobo surgió de entre los matorrales, lanzándose directo hacia ella con las fauces abiertas.
El rugido de Kael retumbó en el bosque.
En un movimiento rápido, alzó su hacha y la lanzó con una precisión mortal.
El filo silbó en el aire y se clavó en el costado del animal justo antes de que alcanzara a la princesa.
El cuerpo del lobo cayó pesadamente sobre la nieve, pero Kael también cayó de rodillas.
Una línea roja marcaba su brazo izquierdo: la bestia había alcanzado a herirlo antes de morir.
Astrid corrió hacia él, el corazón latiendo desbocado.
—¡Kael!
El guerrero intentó restarle importancia, apretando los dientes.
—Solo es un rasguño —gruñó.
Pero la sangre manaba con fuerza, oscureciendo la nieve.
Astrid, sin pensarlo, tomó el pequeño bolso que Ingrid le había preparado.
—No te muevas.
De su interior sacó unas hierbas secas y un pequeño frasco con ungüento. Con manos firmes, aplicó la mezcla sobre la herida.
Luego, sin dudar, cortó un trozo de su propio vestido, rasgando la tela con un cuchillo diminuto que llevaba oculto.
Kael la observaba en silencio, sorprendido.
Podía sentir el roce de sus dedos sobre su piel, la calidez de su tacto contrastando con el hielo del aire.
Una extraña corriente lo recorrió, una sensación que lo desarmó más que cualquier espada.
Se apartó bruscamente.
—Basta —dijo con voz áspera, poniéndose de pie.
Astrid lo miró indignada.
—¿Por qué debes ser tan… tan terco? —exclamó, con esa compostura elegante que incluso la furia no podía borrar—. Me esfuerzo por ayudarte, y tú actúas como si curarte fuese una ofensa.
Kael la miró desde arriba, con sus ojos grises como acero fundido.
—No lo entenderías, princesa.
Su tono fue bajo, pero tan frío que cortó el aire.
Astrid lo miró, herida en su orgullo.
—¿Qué no entendería? ¿Qué eres un salvaje desagradecido? —replicó con una voz que tembló entre rabia y decepción.
Kael dio un paso hacia ella, su sombra cubriéndola.
—Usted, princesa, nunca ha tenido que vivir lo que nosotros —dijo con un fuego contenido en la mirada—.
—Mientras usted cena en un salón dorado, mi gente muere por el filo de las espadas de su padre. Nosotros no soñamos con coronas… soñamos con sobrevivir.
El silencio los envolvió.
Astrid bajó la mirada, pero luego la alzó con decisión.
—Yo no soy como mi padre —dijo con firmeza—. No quiero más guerra.
Dio un paso hacia él, tomándolo suavemente del brazo.
—Kael, yo realmente quiero la paz.
Sus palabras resonaron en el aire helado.
Él la observó, confundido, casi desarmado por aquella sinceridad.
Pero antes de que pudiera responder, su mirada se alzó de pronto, enfocándose en algo detrás de ella.
—¡Agáchate! —gritó.
La empujó al suelo justo cuando una flecha silbó en el aire, rozando el hombro de Kael y clavándose en su carne.
—¡Kael! —exclamó Astrid, al ver cómo caía al suelo.
Entre los árboles, unas figuras se movían: cazadores solitarios, hombres sin bandera ni clan, merodeadores que atacaban por botín.
Astrid se arrodilló junto a él, desesperada.
Kael, jadeando, sacó la flecha con un movimiento brusco.
Su brazo temblaba, pero aun así tomó su arco y disparó hacia la espesura.
Uno de los cazadores cayó; los otros huyeron entre la nieve.
El guerrero, exhausto, apenas pudo mantenerse en pie antes de desplomarse.
—Kael… por favor… —susurró Astrid, intentando sostenerlo—. No me dejes sola.
Miró alrededor y vio un caballo a lo lejos, uno de los que los cazadores habían traído.
El animal, asustado, tiraba de su cuerda atrapada en una rama. Astrid se acercó con cautela, hablándole en voz baja hasta que logró calmarlo.
—Tranquilo, amigo… —susurró, acariciándole el cuello—. Todo estará bien, ahora necesito tu ayuda —susurró acariciándole la cabeza al animal.