Capítulo 14:
El cazador avanzaba por el bosque con paso ligero, el corazón latiendo con fuerza.
Entre sus dedos (los de la mano que Kael no había roto) sostenía un pequeño broche dorado, con el emblema real grabado: el sello del reino del norte.
Sabía que aquel objeto valía más que cualquier tesoro.
Sabía que si llegaba hasta el rey con él… su nombre sería recordado.
Cuando por fin llegó al palacio, exhausto y cubierto de nieve, los guardias lo detuvieron de inmediato.
—Traigo noticias del paradero de la princesa Astrid —gritó, agitando el broche.
Minutos después, fue llevado ante el trono.
El rey, sentado en su asiento de hierro oscuro, lo observó con frialdad.
—Habla. —Su voz era grave, casi un rugido contenido.
El cazador tragó saliva.
—La princesa… está viva. La encontré en los bosques del norte, con un hombre del clan de las montañas.
El rey se incorporó lentamente, sus ojos helados brillando con interés.
—¿Un hombre? ¿De qué clan hablas?
—Del clan de Kael, señor. —Respondió el cazador, inclinando la cabeza mientras sus ojos se iban a la mano con todos sus dedos quebrados —. Él la tiene bajo su protección.
El silencio se extendió como una sombra.
Entonces, una sonrisa se dibujó en los labios del rey.
Lenta, cruel, satisfecha.
—Perfecto… —susurró—. Al fin tengo una razón legítima para destruirlos.
Apretó el puño con fuerza.
La guerra ya estaba decidida.
Esa misma noche, en el clan, Kael permanecía junto a Astrid.
El fuego crepitaba en la chimenea, proyectando luces doradas sobre sus rostros.
Ella descansaba recostada sobre su pecho, escuchando el sonido rudo pero cálido de su respiración.
—¿Qué es esa melodía? —preguntó Astrid, al oírlo tararear con voz ronca.
Kael sonrió apenas.
—Una canción que mi madre me cantaba cuando era niño. —Su tono se volvió más suave, casi nostálgico—. Decía que calmaba las tormentas del alma.
—Cántala —pidió ella, cerrando los ojos.
Y él lo hizo.
Su voz grave llenó la cabaña, ronca pero hipnótica, como si el viento del norte hablara a través de él.
Cada palabra era una caricia, cada nota un juramento silencioso.
Astrid se aferró a su cuerpo, buscando calor, buscando algo más profundo que la seguridad: pertenencia.
Y por un instante, ambos olvidaron el mundo.
Olvidaron al rey, al clan, la guerra y el destino.
Solo existían ellos, bajo la tenue luz del fuego.
Pero la calma duró poco.
Las cuernos de alarma rompieron el silencio de la noche.
El sonido metálico atravesó el aire, trayendo consigo el eco del peligro.
Kael se levantó de golpe, su cuerpo tensándose de inmediato.
—Quédate aquí —ordenó con voz firme, tomando su hacha y su arco.
Astrid se incorporó, temblando.
—Kael… ¿qué pasa?
—El enemigo está cerca. —Su mirada era la de un lobo que protege su manada—. No salgas, pase lo que pase.
Salió de la cabaña con pasos decididos, el rostro endurecido.
Afuera, los guerreros del clan ya se reunían, con las hachas en alto, las antorchas ardiendo en la oscuridad.
Astrid corrió hacia la ventana.
Desde allí, vio las sombras moverse entre la nieve: el ejército de su padre avanzando, con armaduras brillantes y estandartes ondeando bajo el viento.
Y al frente, montado en un caballo negro, el rey del norte.
El corazón de Astrid se encogió.
Sabía que había venido por ella.
Sabía que nada lo detendría.
—Guardias, ¡arcos preparados! —rugió el rey, alzando su espada.
Del otro lado, Kael levantó el brazo.
—¡Clan, preparad las hachas y los arcos!
El aire se cargó de tensión, como si el propio cielo contuviera el aliento.
—¡Ustedes, animales salvajes! —gritó el rey—. ¡Tienen a mi hija! ¡Devuélvanla!
Kael avanzó unos pasos, su voz resonó firme entre las montañas:
—No tengo a tu hija, rey asesino.
Mentía. Pero lo hacía con la convicción de quien protegería su vida por amor.
Un silencio helado siguió a sus palabras.
Entonces, el rey sonrió.
Una sonrisa que Kael reconoció al instante: la de un hombre que ya ha ganado.
Kael giró la cabeza y la vio.
Astrid.
Había salido de la cabaña, avanzando entre los suyos, con el cabello suelto y la mirada decidida.
Pasó junto a Kael, sin dejar de mirarlo.
En sus ojos había amor… y despedida.
Kael sintió una punzada en el pecho, frustración y dolor mezclados.
Intentó dar un paso hacia ella, pero Ethor, su segundo al mando, le puso una mano en el hombro.
—No lo hagas —susurró—.
Astrid se detuvo frente a su padre.
—Padre, aquí estoy. Sana y salva. Ahora puedes acabar con esto e irnos de vuelta a casa.
El rey bajó del caballo, se acercó y la abrazó, besando su frente.
—Hija mía… —murmuró con aparente ternura—. ¿Te hicieron daño estos salvajes?
Ella negó.
—No, padre. Ellos no son salvajes. Su líder me salvó la vida, e Ingrid me curó cuando caí de mi yegua.
El rey la miró, fingiendo alivio, aunque la ira ardía en sus ojos.
No estaba complacido; él había venido a pelear, no a escuchar disculpas.
Finalmente, volvió a montar su caballo.
—Caballeros, regresemos al palacio. —Dijo con frialdad, pero antes de girar, clavó la mirada en Kael y dejó escapar una sonrisa maliciosa—. No habrá guerra esta noche.
Los hombres del reino se retiraron.
Astrid se volvió una última vez.
Sus ojos se encontraron con los de Kael.
Ninguno dijo una palabra, pero en ese cruce silencioso se dijeron todo.
Ella se marchó.
Y él, viendo cómo se alejaba entre la nieve, sintió que con ella también se iba una parte de su alma.
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Ahhhhh no separen a mis enamorados, no, no lo acepto exijo que los junten otra vez, se me va a morir el pobre hombre de tristeza y Astrid no se diga. Ash me cae mal ese rey odioso.