Capítulo 15: La princesa que ya no era la misma
El carruaje avanzaba lentamente hacia las puertas del castillo, escoltado por los caballeros reales.
Astrid observaba por la ventana el paisaje cubierto de nieve, pero todo parecía distinto ahora.
Las montañas, que alguna vez había contemplado con indiferencia, le recordaban a Kael y al clan que su padre había jurado destruir.
Su corazón se apretó, y por primera vez el castillo que siempre llamó hogar le pareció extraño, ajeno, vacío.
Las puertas se abrieron y los sirvientes corrieron a recibirla.
El sonido de trompetas resonó por los pasillos, y los nobles se alinearon en el gran salón, sonriendo y aplaudiendo como si nada hubiese ocurrido.
Su padre, el rey del norte, la esperaba al final del corredor, vestido con una armadura dorada, el rostro orgulloso y triunfante.
—¡Mi hija ha regresado! —proclamó con voz solemne.
Las copas se alzaron, el vino se derramó y las risas llenaron el aire.
El banquete real comenzó con abundancia y música.
Mesas repletas de manjares, copas brillando, rostros fingiendo alegría.
Pero para Astrid, todo era una farsa.
Cada risa le sonaba vacía.
Cada palabra de alabanza le pesaba como una mentira.
Miraba los tapices, los candelabros, los suelos de mármol, y todo le parecía tan falso, tan lejano a lo que había sentido en aquella cabaña humilde, junto al fuego, escuchando la voz ronca de Kael.
El rey levantó su copa una vez más.
—Brindemos por el regreso de la princesa Astrid, símbolo de esperanza y gloria para nuestro reino.
Astrid bajó la mirada, conteniendo las lágrimas.
No sentía gloria, ni esperanza.
Solo rabia y decepción.
El banquete se extendió hasta entrada la noche.
Cuando los músicos callaron y los invitados comenzaron a retirarse, Astrid se levantó de la mesa con determinación.
Su padre la miró con ternura fingida.
—Oh, hija mía, qué dicha tenerte nuevamente aquí —dijo el rey, con una sonrisa forzada.
Astrid lo miró fijo, el corazón latiendo con fuerza, la respiración agitada.
Durante un instante pensó en guardar silencio, pero no podía más.
Las palabras brotaron de su pecho como un grito ahogado.
—Lo sé todo, padre. Sé que me has mentido.
El rey frunció el ceño, fingiendo desconcierto.
—No sé de qué hablas, princesa mía.
—¡Sí lo sabes! —gritó ella, con la voz quebrada—. Pensé que eras un rey justo, que buscabas la paz… que querías un mundo mejor. Pero lo que quieres es guerra, poder, sangre. ¡Has destruido familias enteras por tu ego!
El rey intentó acercarse, levantando una mano para tocar su rostro.
—Hija mía, yo...
Astrid dio un paso atrás, apartándose con un gesto firme.
—¿Qué diría mi madre de esto? —susurró, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Esta es la paz y justicia que le juraste cuando ella murió?
El rey se quedó en silencio.
Por un instante, toda su soberbia se quebró.
Las palabras de Astrid lo golpearon más fuerte que cualquier espada.
Porque al verla, en su rostro vio el reflejo de la mujer que alguna vez amó… y que perdió.
Astrid lo miró una última vez, con una mezcla de tristeza y repulsión, y se dio la vuelta.
El sonido de sus pasos resonó en el salón vacío mientras se alejaba.
Su habitación la esperaba igual que siempre: lujosa, impecable, perfecta.
Pero ya no era su refugio, sino una jaula dorada.
Los cortinajes de terciopelo y las lámparas de cristal no traían consuelo.
Todo le resultaba sofocante, irreal.
Se acercó a la ventana, abrió las cortinas y miró el cielo.
La luna se alzaba entre las nubes, como un faro solitario sobre la nieve.
Cerró los ojos, y las palabras de Kael resonaron en su mente:
“No lo entenderías, princesa… toda tu vida has vivido entre muros de oro.”
Por primera vez, Astrid lo entendía.
Entendía lo que significaba la libertad, la soledad, el sacrificio.
Entendía lo que era amar y perder.
El viento del norte se coló por la ventana, helado, pero en su interior ardía un fuego: el recuerdo de Kael, su voz ronca, y aquella canción que le había cantado.
La melodía se repitió en su cabeza, suave y triste, como un eco lejano que no la dejaba dormir.
Y mientras las lágrimas caían silenciosas, Astrid supo que su corazón ya no le pertenecía al reino…
Sino al hombre que, sin proponérselo, había encendido en ella una verdad que jamás podría olvidar.
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Pobre Astrid ay no me da rabia ese padre de ella tan malo, o sea si entiendo que perdió a la esposa, pero eso no le da el derecho de hacer como le dé la gana y llevarse a todo el mundo por delante. Ojalá haya una solución pronto porque si le pasa algo a mi Kael me muerooooo