Capítulo 16:
El viento helado barría las montañas y hacía danzar la nieve sobre los techos del clan.
El ambiente estaba cargado de tensión.
Los hombres afilaban sus hachas, preparaban sus flechas y reforzaban las barricadas.
Todos sabían que el rey del norte no tardaría en atacar.
Kael observaba a su pueblo desde lo alto, con el corazón dividido entre su deber y su deseo.
La guerra era inminente, pero su mente solo podía pensar en ella… en Astrid.
En su mirada temerosa la noche del ataque, en el tacto cálido de sus manos cuando le curó, y en la dulzura de su voz cuando le dijo que solo deseaba la paz.
“¿Cómo puedo luchar contra el padre de la mujer que amo?”, pensó, mientras apretaba los puños.
Sabía que el rey no descansaría hasta ver su clan destruido, pero tampoco quería morir sin verla una vez más.
Decidido, Kael se encaminó hacia la cabaña de Ingrid.
La anciana lo esperaba frente al fuego, como si hubiera adivinado su llegada.
Sin levantar la vista, habló con serenidad:
—Sabía que vendrías, Kael. Se siente en el aire… ese miedo que te come el alma.
Él se sentó frente a ella, abatido.
—No puedo dormir, Ingrid. Cada día que pasa siento el filo de la espada del rey más cerca. No temo morir, pero no quiero que mi pueblo perezca. Y… no quiero irme sin verla una vez más. —Su voz se quebró apenas, pero bastó para mostrar el peso que cargaba.
Ingrid lo observó en silencio. En su mirada se reflejaba la sabiduría de los años y la compasión de una madre.
—Kael, si realmente deseas la paz, si de verdad estás cansado de tanta sangre, hay una forma… —dijo la anciana, con voz pausada—. Pero no será fácil.
Kael levantó la vista.
—Dímelo.
—El rey nunca escuchará razones, salvo que su propia hija se las haga ver. Astrid es la única que puede detener esta guerra.
El líder del clan frunció el ceño.
—No puedo pedirle eso, Ingrid. Si regresa a su padre, la usará…
—O puede salvarte —replicó ella con firmeza—. Déjame llevarle un mensaje. Solo una vez más.
Kael dudó, pero finalmente asintió.
—Hazlo, Ingrid. Pero si te descubren, dile que… —Hizo una pausa, su voz se volvió grave y sincera—. Dile que no hay noche que no piense en ella.
La anciana sonrió levemente.
—Lo haré, muchacho. Ahora confía. Aún no todo está perdido.
Esa misma tarde, Ingrid emprendió el camino hacia el castillo.
Se cubrió con un manto raído, envejecido por los años y el polvo. Nadie reconocería en esa anciana encorvada a la sanadora del clan enemigo.
Al llegar a las puertas del palacio, los guardias la detuvieron.
—¡Fuera de aquí, vieja! —gruñó uno de ellos.
—Solo quiero entregar un presente a la princesa —respondió Ingrid con voz temblorosa—. Es para protegerla de los males del invierno.
Los guardias dudaron. Su aspecto era inofensivo, y su insistencia terminó por ablandarlos.
Mandaron un mensaje a Astrid, quien, al escuchar que una anciana deseaba verla, accedió sin dudar.
Cuando Ingrid fue llevada al salón, Astrid la reconoció al instante.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, y corrió hacia ella para abrazarla con fuerza.
—¡Ingrid! Oh, Ingrid… estoy tan feliz de verte. Perdóname, yo… no quería irme así. No quería traerles más problemas.
—Shhh —susurró la anciana, acariciándole el rostro—. No hay nada que perdonar, muchacha. Conozco tus razones. Pero ahora te necesitamos más que nunca.
Astrid la miró confundida.
—¿Qué ocurre?
—Kael quiere verte —dijo Ingrid con voz baja—. En el pueblo, donde los vendedores de plata. Allí te encontrará.
El corazón de Astrid dio un salto.
Sintió una corriente recorrerle el cuerpo.
Solo el nombre de Kael bastaba para encender algo dentro de ella, algo imposible de ignorar.
—No será fácil —susurró—. Mi padre ha reforzado la guardia, no puedo salir sin escolta.
—Entonces usa esa inteligencia que tienes, princesa —le guiñó Ingrid con una sonrisa—. Donde hay amor, hay un camino.
Astrid apretó las manos de la anciana con decisión.
—Encontraré la forma. Te lo prometo.
Esa misma noche, Astrid ideó un plan dirigido por Ingrid.
Se disfrazó con ropas sencillas que tomó del guardarropa de las sirvientas, cubrió su cabello con un velo oscuro y escapó por un pasadizo secreto que solo ella conocía.
Tomó su yegua blanca y galopó sin detenerse hasta el pueblo, el corazón latiéndole con fuerza.
Ató el animal en un establo oculto y caminó entre la multitud.
El bullicio del mercado la envolvía: risas, gritos de vendedores, el tintinear de las monedas y el aroma a pan recién horneado.
Nadie parecía reconocerla… al menos no al principio.
—Muchacha —le dijo un hombre, mirándola con curiosidad—, ¿acaso eres una princesa?
Astrid se tensó. Otra mujer la observó también, y su mirada la hizo retroceder.
Antes de poder responder, una mano firme la sujetó del brazo.
Se giró sobresaltada… y sus ojos se encontraron con los de Kael.
—Ella viene conmigo —dijo él con voz grave y autoritaria.
Astrid sintió un vuelco en el pecho.
Kael la tomó de la mano y la guio entre las calles hasta alejarla del bullicio del mercado.
Caminaron hasta el sur, donde las casas eran escasas y el bosque se mezclaba con la nieve.
Allí, en una pequeña cabaña abandonada, finalmente se detuvieron.
Por un instante, ninguno dijo nada.
El silencio pesaba entre ellos, pero estaba lleno de significado.
Astrid lo miró, queriendo hablar, pero Kael no le dio tiempo.
La tomó de la cintura con fuerza y la atrajo hacia él.
Su beso fue intenso, ardiente, desesperado.
Astrid jadeó, sintiendo cómo el mundo se desvanecía a su alrededor.
Kael se aferró a ella como si temiera perderla otra vez.
Sus labios exigían, reclamaban, pero al mismo tiempo temblaban de ternura.